Los desafíos que enfrenta Lui Ignacio Lula da Silva en Brasil para construir gobernabilidad son inmensos.
No es el mismo país que gobernó ni la distribución del poder político semeja los mismos equilibrios.
El gigante del sur está polarizado, dividido en extremo.
Los electores decidieron no más gobiernos populistas como el de Bolsonaro al mismo tiempo que saben que Lula fue acusado y juzgado por presuntos actos de corrupción.
Tenemos por antecedente en él un temperamento forjado sin la presencia de su padre en el seno familiar, un liderazgo social sindical excepcional desde sus primeros trabajos en una fábrica metalúrgica, tres intentos frustrados de llegar a la Presidencia brasileña antes de 2003 y una exitosa gestión para combatir la pobreza de millones de brasileños, posicionando a su país ante el mundo como una de las naciones más prósperas de América Latina.
Cuando mandatario presidencial, mostró gran capacidad para afianzar una agenda social, dialogar y negociar con la iniciativa privada, con empresarios nacionales e inversionistas extranjeros, que quedó refrendada en la coalición que obtuvo en la última campaña por la reelección presidencial ante Bolsonaro.
Sin embargo, en el frente económico la fortaleza de las exportaciones de materias primas brasileñas han disminuido y no habrá margen para un gasto social fuerte como el que le permitió a Lula alcanzar elevar el nivel de vida de millones de brasileños que dejaron atrás la pobreza.
Es un escenario distinto y más complicado para el líder social, con más del 50% de votación contra el ultraderechista Bolsonaro y con 78 años de edad, regresa al poder.
A pesar de la polémica y el costo de desprestigio que le significó los escándalos de corrupción y un injusto encarcelamiento de 580 días, debemos encontrar más allá de la popularidad de Lula la explicación de su triunfo electoral.
Bolsonaro -ante el desastre de su agenda populista, militarista, una gestión gubernamental anti pandemia desoladora y una posición devastadora ante los recursos naturales de Brasil-, perdió buena parte de su capital político para la reelección ante las clases medias brasileñas: críticas, exigentes, menos ciegas al cáliz ideológico que abisma la polarización, progresistas.
Lula diseñó una estrategia de comunicación que dio un giro a la polarización populista, convocando al electorado de Brasil para que regresara a ver al espejo de sus logros como Jefe de Estado: el “milagro económico” anti pobreza.
Lula lo ha comprendido bien y llegó a las entrañas de su pueblo mayoritario brasileño que le llevó al triunfo, con instituciones electorales que nuevamente probaron su eficacia como herramienta para hacer valer la soberanía popular del sufragio.
A pesar del consistente voto anti Lula, una política social efectiva electorera y de controlar el sistema de precios y por ende la inflación, en un momento de viacrucis internacional al respecto en el mundo para muchos gobiernos, Bolsonaro pierde en ambas vueltas electorales.
Bolsonaro tuvo que asumir frente a la comunidad internacional y frente a su propio electorado, que ninguna institución -ni su Presidencia, ni sus fuerzas armadas-, podían dar un golpe de autocracia y adueñarse de la voluntad popular.
Debemos repensar si en Brasil el centro político desapareció y a su vez, el peso político relativo del hartazgo en las y los electores.
Brasil estuvo ante una derecha gobernante que nunca estuvo dispuesta a construir ningún puente de conciliación, que no cedió en nada hasta el final: en todo momento se comportó como candidato antisistema ante su propia posición dominante de Presidente, hasta el hecho de que, días después de la elección, Bolsonaro no reconoció a su vencedor electoral con nombre y apellido.
¿Cómo piensan y deciden las y los electores en la era actual? ¿Cuál es el peso del conservadurismo y el progresismo y las matrices de comunicación en las estrategias de campaña presidencial? ¿cómo deben abordarse los mapas de sensaciones, identidades, sentimientos y esperanzas de las y los electores, y su vinculación con el problema de la gobernabilidad?
Lula, orador extraordinario, desde su nuevo primer gran Discurso de Estado, además de dar gracias a Dios, dejó en claro que no continuará con lineamientos ideológicos de izquierda radical; mostró ecuanimidad, prudencia y mística de distensión ante la polarización política, electoral y social reinante: asume que su mandato estará dirigido a velar por los intereses de todos, incluidas las clases medias.
Por ahí respira la democracia y su encrucijada de gobernabilidad, ante un poderoso bolsonarismo consolidado desde la primera vuelta, a pulso de polarización social y en las iglesias evangélicas, en el congreso nacional brasileño, y en los poderes gubernamentales regionales de Brasil.
Veremos si Lula resuelve la encrucijada y logra el “nuevo milagro político y anti pobreza” brasileño.