Vaya encrucijada la que enfrenta la primer potencia económica de América Latina. Y vaya momento político que estamos viviendo en el continente y en el mundo. El desgaste del binomio democracia-capitalismo, el paso de la pandemia, el incremento de las desigualdades, la polarización social y política y el ascenso de posturas y líderes de extrema derecha e izquierda están convirtiendo al mundo en una olla de presión a punto de estallar.
El pasado domingo Brasil celebró sus elecciones presidenciales en las que Ignacio Lula da Silva, que lideró al país sudamericano de 2003 a 2010, encabezó las preferencias de los comicios pero sin los número necesarios como para declararse ganador, lo que lo conduce a una segunda vuelta en competencia con el actual presidente, Jair Bolsonaro.
Ambas propuestas políticas, la del actual mandatario del país de la bossa nova y la del expresidente Lula son completamente disonantes. Bolsonaro, instalado en la ultraderecha, empapado de un discurso racista, misógino, homófobo y nostálgico de la dictadura que padeció su nación, aspira a un segundo mandato pese a lo desastrosa que ha sido en muchos sentidos su administración.
El otro estelar en esta puesta en escena es el expresidente Lula, un obrero humilde oriundo de Pernambuco que transformó a su país y sacó de la pobreza a millones de personas. Tanto él como Bolsonaro despiertan devoción y repudio en proporciones iguales – da Silva estuvo preso por supuesta corrupción ligada a la gigante Petrobras-.
La segunda ronda de los comicios se llevará a cabo el domingo 30 de octubre, por lo tanto, en lo que resta del mes, ambos candidatos, cada uno situado en las antípodas del espectro político, deberán convencer a los indecisos para hacerse de la victoria y dado los resultados del pasado domingo, no hay espacio para que ninguno se duerma en sus laureles, ya que ha quedado claro que pese a todo, Jair Bolsonaro mantiene un sólido apoyo a su proyecto de país.
Sea cual sea el resultado final, me parece que lo más preocupante del escenario político actual es la profunda división social que se está viviendo en sociedades de casi todo el mundo, sobre todo en Occidente. A diestra y siniestra la narrativa, tanto de izquierda como de derecha, está apelando por una retórica de confrontación, de miedo y de rechazo al otro. Y ese panorama debería preocuparnos a todos, porque no es un clima que se viva exclusivamente en Brasil, Italia, Francia, Estados Unidos o España. Lo padecemos aquí también y en muchas otras latitudes.
La incapacidad de escuchar al otro y el debate estéril e intestino entre derecha e izquierda – habría que analizar qué tan pertinentes son esos términos hoy día- no nos está conduciendo a ningún lado como sociedad. O por lo menos no está propiciando el entendimiento mutuo y la conciliación de nuestras diferencias, que hoy son tan urgentes.
Si el debate público se vuelve cada vez más virulento y agresivo, si seguimos apostando por propuestas políticas extremas e incapaces de motivar el diálogo, la diferencia de opiniones y el verdadero espíritu de la democracia, entonces no nos debe quedar duda de que nuestra civilización tal como la conocemos corre un grave peligro. Lo que pasa en Brasil, como en otras partes del mundo, confirma la desaparición del centro como opción política; lo de hoy en los extremos.