Latitud Megalópolis
Por: JAFET RODRIGO CORTÉS SOSA
¿Cuántos días han pasado?, ¿tres?, ¿siete?, perdí la noción del tiempo mientras miraba con detenimiento aquel fuego que me abrasaba, dándome la seguridad de que no volvería a morir ni una vez más.
¿Cien?, ¿mil?, ¿diez mil muertes?, llega un momento en que ya no importa cuántas veces mueras, todas parecen ser iguales; mientras tanto, pensamos si vale la pena levantarse y salir de aquí. El fuego es hipnotizador, embriagante; creer que tenemos control del momento, no dejar que nada nuevo nos sorprenda; ver el fuego y volvernos cenizas con él.
Perder todo deseo de avanzar en la aventura, aunque continuar represente crecer, volvernos más fuertes, aprender de nuestros errores; superar obstáculos y vencer el miedo; llegar cada vez más lejos de lo que creímos al principio del viaje
Qué difícil decidir salir de ahí, despegarnos de aquella paliativa seguridad que nos domina; dejar de conformarnos con ese ínfimo calor que nos controla; apostarlo todo, enfrentarnos a la vida, y pese al miedo, ganar la partida. Decisión que tomamos en soledad, a cada momento; decisión que transforma el ahora.
Contrario a la versión que usa a la hoguera como instrumento donde frecuentemente quemaban brujas, considero magnífica su interpretación disminuida, que convierte al fuego en un lugar seguro donde guarecerse de las inclemencias; un ápice de comodidad que cobija levemente al espíritu.
Este simbolismo es utilizado en los videojuegos denominados “Souls”, donde todo lo que rodea al personaje puede causar su muerte, frecuentemente instantánea; desde los duros enemigos, los jefes diabólicos o nuestros propios errores, que nos privan de todo lo que hayamos recolectado hasta el momento, condenándonos a tener que volver ahí, al lugar donde morimos para recuperar nuestras pertenencias.
Lo anterior es un símil de vida. Casi todo es adverso, excepto las hogueras, es por ello que se convierten en un preciado refugio que nos ofrece un descanso, sin mucho qué hacer más que pensar qué dirección tomar para seguir avanzando, mientras el miedo en ocasiones nos imposibilita salir de ahí.
La hoguera nos garantiza que no pasará nada malo, por lo menos dentro del perímetro que le rodea; proporciona comodidad, un lugar donde todo está bajo nuestro control. Nada podrá arremeter contra nosotros si estamos cerca de ella, en este mundo que simula la violenta realidad, donde poner pausa es considerado prácticamente un sueño.
DISTINTOS NOMBRES
Desde el origen de los tiempos se le ha dado distintos nombres a la hoguera de la que hablo, denominándola de una forma primigenia como “la cueva”; transitando a la maravillosa “zona segura”, el estratégico “piso franco”, o la multicitada “zona de confort”. Esta última alberga su connotación más negativa, ser consumidos por el miedo a perder el control del ahora, al punto de estancarnos en el mismo lugar.
La zona de confort suele ser lo suficientemente cómoda como para que nos acostumbremos a ellas. Navegar con lo mínimo requerido para subsistir, tener miedo de saltar fuera del barco aunque se esté hundiendo, miedo a que lo que venga después sea peor que el ahora.
MOVERNOS PARA NO MORIR
Embriagados de supuesta comodidad, nos conformamos con tener lo mínimo, aunque esto no sea suficiente para vivir una vida digna; aunque sepamos que merecemos más, decidimos quedarnos ahí, detener cualquier búsqueda de oportunidades mejores.
Parece que necesitamos sentir que nos morimos para movernos y no morir. Nos esperamos hasta que el agua nos llega al cuello, y no nos queda nada más que perder; aguantamos todo, excepto aquella sensación de estar perdiendo la vida, que despierta nuestro interés por volver a insistir.
Nos da tanto miedo perder el control del ahora, que en muchas ocasiones elegimos las migajas de un mal empleo, un sueldo insuficiente o mal pagado, una relación que nos destruye, unas condiciones precarias de vida. “Mejor malo por conocido”, repetimos buscando convencernos de haber tomado la mejor decisión.
En ocasiones, antes de decidir dar ese salto de fe, esperamos desde la hoguera que la vida nos saque a patadas y empujones de ahí, y así lo hace cuando nos quita lo poco que teníamos, obligándonos a comenzar de nuevo la búsqueda y construir mejores oportunidades.
Por qué tenemos que esperar a que todo se rompa para emprender aquellos proyectos postergados; por qué esperar a encontrarnos desnudos ante la vida, sin nada que perder, para atrevernos a tomar otro camino.
Movernos para no morir. Saber el momento justo para partir, la temporada precisa para quedarnos, una sabiduría que dicen que viene con el tiempo, pero más que eso, viene con la experiencia que nos da morir de a poco, o sea vivir la vida.