Mucho, demasiado quizá, se ha escrito, filmado y especulado alrededor de la monarquía británica. Se trata de una institución que despierta repudio y admiración en partes iguales. Según una encuesta reciente de la plataforma YouGov, 41% de los jóvenes británicos desearían abolir la monarquía en contra de 31% que está a favor de que siga existiendo. Sin embargo, y según una encuesta de IPSOS de junio de este año, el reinado de Isabel II contaba con un 86% de aprobación.
Desde hace décadas, la existencia de esta figura institucional ha divido al Reino Unido y le ha valido una que otra burla y crítica de sus congéneres europeos, de aquellos que no tienen monarquía desde luego.
Para muchos, es inaudito que en pleno 2022 siga existiendo este grado de fascinación por los descendientes de la casa de Windsor, que se siga derramando tinta y cubriendo amplios espacios en medios y redes sociales para dar cobertura a la vida de la familia real y ahora, al deceso de la monarca más longeva del Reino Unido.
Elizabeth Alexandra Mary nació el 21 de abril de 1926, y si su tío, el Rey Eduardo VIII no hubiera abdicado el trono por seguir a una mujer que no contaba con el beneplácito de la Corona, la hija de quien después sería Jorge VI, nunca hubiera sido la soberana del Reino Unido.
Y vaya siglo, o más bien siglos, los que le tocó vivir a la monarca. Llegó al trono cuando las monarquías languidecían por toda Europa y los sistemas democráticos e independencias de las colonias europeas comenzaban a empujar un nuevo orden político en el que las monarquías ya no tenían mucha razón de ser.
Isabel II recibió los pedazos de un imperio reorganizado en una figura llamada Commonwealth (Mancomunidad, en español), ahora integrada por 54 estados independientes y semiindependientes. La soberana dedicó gran parte de su vida a este proyecto, último resquicio de la grandeza de su país, que en el siglo XX, salvo en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, perdió la posición protagónica de la que gozó en la centuria anterior.
Instruida por Winston Churchill en sus primeros años como monarca, a Isabel II le tocó afrontar durante casi todo su reinado las constantes amenazas a la existencia de su familia, el ascenso y caída de la URSS, la llegada del hombre a la luna, el asesinato de Kennedy, la revolución sexual, el apartheid en Sudáfrica, convivir con la primer mujer primer ministro en la historia del Reino Unido, Margaret Thatcher, y afrontar el torbellino mediático en el que se convertiría la princesa de Gales, Diana Spencer, cuyo fatídico final puso todo el foco en la soberana y amenazó como nunca antes la estabilidad de la familia real.
Aún sin superar el trago amargo que supuso la muerte de Lady Di, los divorcios de varios de su vástagos, el arribo del nuevo siglo, la consolidación del internet, la llegada de las redes sociales, nuevas crisis económicas y guerras, aun cuando el mundo empezaba a experimentar una ola de despertar social respecto a las minorías y la desigualdad, la institución monárquica de la Gran Bretaña parecía infalible a las embestidas de la modernidad y los escándalos y reveses de los integrantes de la familia real.
Y la clave de esto quizá estribe en la profunda convicción de servicio público de la reina.
Se aferró a comprometerse con el servicio y la defensa de la constitución, entendió su papel imparcial lejos y cerca de la política. Sabedora de su poder, se apartó de tentaciones propias de su investidura. Su compromiso con las reglas y las normas las llevó a las últimas consecuencias, y hasta el último aliento cumplió su visión sobre su responsabilidad. Isabel II, más allá de cualquier otra cosa, testigo del siglo XX y XXI, deja como legado el valor que tienen la congruencia, la constancia y el compromiso sobre servir al pie de la letra y conforme a la ley a una nación. No es casual pues, frente al desencanto de monarcas y gobernantes, que en Londres kilómetros de filas de ciudadanos se agolpen para rendir tributo y agradecimiento al trabajo de su Reina.
Tan solo unos meses después de cumplir 70 años en el trono, Isabel II muere dejando tras de sí, no solo la historia de todo un país durante casi una centuria: la ausencia de su popular y a veces controvertida figura dejará en el aire muchas preguntas sobre el futuro de su familia, de la institución que salvaguardan, del liderazgo de la Corona británica y de su propio país, que ahora pierde quizá al que era el elemento más sólido que los cohesionaba, por lo menos en lo institucional.
No hay duda de que su reinado será uno de los más importantes de la historia. Que descanse en paz.