En México, las mujeres jóvenes enfrentan una serie de desigualdades que se
entrecruzan y afectan sus trayectorias de vida para lograr una mejor posición
social, laboral y económica.
En días recientes fue publicado un informe elaborado por el Colegio de México
(COLMEX) respecto al “Embarazo Temprano en México “, el cual señala que al
año se registran 350 mil embarazos adolescentes, cada día, mil niñas y
adolescentes se convierten en madres, lo que impacta su calidad de vida y sus
oportunidades educativas y económicas. Se trata de un problema público con
graves consecuencias individuales, sociales e intergeneracionales, violencia de
género y femicidios.
Este fenómeno no es nuevo, pero que se ha ido agravando con el paso del
tiempo de la mano del contexto globalizado y digitalizado que actualmente
estamos viviendo como sociedad. Evidentemente es un tema preocupante, toda
vez que se relaciona con las desigualdades sociales que afecta más gravemente a
mujeres adolescentes en contexto de pobreza y que residen en zonas rurales, y es
1.6 veces más frecuente en adolescentes indígenas que en quienes se definen
como no indígenas, o que viven en zonas con niveles altos de violencia social o
intra familiar en contexto de vulnerabilidad bajo condiciones incluso tradicionales
de las diversas regiones del país.
Aunado a lo anterior los efectos sociales son notorios, ya que las madres
adolescentes tienen tres veces menos oportunidades de acceder a un título
universitario, así como a un empleo o mejorar sus condiciones de vida, afectando
directamente a el índice educativo de permanencia, contraviniendo diversos
planes para la promoción educativa.
Aquí ya se entrecruzan desigualdades que se han venido arrastrando por
décadas, justo como el tema del trabajo de cuidados no remunerado, el acceso
desigual a la educación y a mejores trabajos e ingresos para las mujeres,
condicionando su inserción a trayectorias de vida socialmente importantes.
En especial, las mujeres más jóvenes participan menos y son más propensas al
desempleo, construyen trayectorias laborales intermitentes y se enfrentan a una
mayor precariedad y segregación ocupacional. Esta situación se relaciona en gran
parte con el hecho de que ellas siguen siendo las principales responsables del
trabajo, en la aún sociedad patriarcal.
En el análisis, un punto de alarma es que solo 19 entidades reconocen el
embarazo adolescente como un problema de responsabilidad colectiva, que
involucra a gobiernos, organizaciones sociales, comunidades y familias. El resto
de los estados asume el problema como individual.
Esta situación debe ya de concebirse como un tema social donde el contexto
explica en buena medida la frecuencia de los embarazos adolescentes. Los
instrumentos principales para la prevención seguirán siendo la educación sexual,
salud reproductiva y prevención de la violencia de género.
Finalmente, comprendiendo a el embarazo adolescente como un tema de
injerencia pública y de los órdenes de gobierno que deben de reconocer la agenda
de las infancias y adolescencias, y proponer, acercar e involucrar a la población
objetivo. Las y los Jóvenes deben ser participantes en el diseño de las políticas
públicas e incluyentes y antidiscriminatorias que empoderen a las mujeres
jóvenes, promover una vida libre de violencia y que permitan continuar o retornar a
la educación, factor tan importante para el desarrollo de nuestro país.