Latitud Megalópolis
Atilano se deslizaba por la vida en la bicicleta de sus anteojos, a treinta kilómetros por hora. Encaramado en ese vehículo de vidrio, el paisaje se alargaba en contorsiones de presbicia, y las distancias le abrían el abanico múltiple de sus espejismos y oasis…
Pero Atilano no estaba conforme. El hubiera deseado poseer un telescopio en cada ojo para abarcar a sus anchas el lomo elefantiásico del horizonte.
– ¡Ja, Ja! – reía así siempre que se juzgaba ambicioso.
Y aún nos falta decir lo principal; Atilano era el enemigo número uno de la memoria. Lo olvidaba todo… A veces no daba los “buenos días” no porque fuese incorreción suya sino porque las palabras habíansele ahogado en una de sus innumerables lagunas. ¡Imaginad semejante amnesia!
– ¡Ja, ja! – Y reía también así cuando al rato se acordaba de la lengua.
Atilano tenía una debilidad: su prima Rosita, rubios cabellos y maravillosos ojos. Se podía asegurar que Rosita era el oxígeno vital de sus pulmones; sin ella, las pobres vísceras hubiéransele hinchado cual secas esponjas, en el paroxismo de la asfixia mortal…
-Rosita, de mi vida, ¿me querrás siempre? … – gangueaba Atilano en pleno trance sentimental.
– Ya me fastidias con la misma pregunta, Atilano. Si no te quisiera no andaría contigo.
– Gracias linda, eres muy buena.
Pero un día ¡Oh triste repetición! – Una voz aguda y viscosa, como lengua de víbora le silbó al oído:
– Rosita te engaña…
– ¡No lo creo, no lo creo! – Repetíase incrédulo – Rosita es incapaz… Es tan buena…
Mas la duda – gusanillo maldito- empezó a roerle la roja manzana del corazón, y el frío sudor de la inquietud le acribilló la piel en el abrazo húmedo y feroz del escozor…
Y vigiló sus pisadas, igual que el felino acecha las de su víctima. Y comprobó la burla. ¿Sería realmente Rosita? Sí, era ella, ni lugar a dudas. Y se quitó los anteojos para ver opaca la amarga realidad…
– ¡Ja, Ja! Todo fuera como olvidar… Es mi fuerte, ¡Ja, ja!
– Y dio media vuelta calándose de nuevo los anteojos.
Pasaron los días y Atilano, corriendo a treinta kilómetros por hora – en la bicicleta de sus anteojos-, volvíase más detraído y apto para olvidar. Olvidaba todo… El zapato izquierdo lo traía en el pie derecho y la camisa abrochábasela al revés. Los amigos le gritaban:
– ¡Atilano, Atilano, responde!
¿Ya no nos conoces?
Y él no contestaba. Quizá habíase olvidado hasta de su propio nombre. De vez en cuando los transeúntes se daban codazos entre sí al ver pasar a un infeliz loco sonriente
– ¡Ja, Ja!
Atilano estaba feliz; el éxito habíase coronado su resolución, y su risa estremecía a los viandantes.
Y todo resultó tan a las mil maravillas, que una mañana, Atilano amaneció muerto sobre su mísero jergón de la casa de huéspedes. Habíasele olvidado despertar para continuar viviendo…
La policía, al practicar sus investigaciones, sólo encontró unos anteojos -Bicicleta rota de manubrios torcidos – Junto a los zapatos viejos del olvidado “Olvidador”.