Latitud Megalópolis
Las aceras de la ciudad, limadas por el rápido taconeo de los viandantes, recibían ahora las cansinas pisadas de un hombre que, a través de sus rotas suelas, iba dejando la huella dolorida de su carne.
Como la lluvia humedeciera su calzado, al sentarlo en el fangoso cemento se producía un ruido de pelota desinflada que hacía volverse a los pocos transeúntes que osaban aventurarse por esas calles solitarias que se prolongaban hasta el infinito.
De vez en vez, los fanales de uno que otro automóvil daban un brochazo de claridad en la sombría cara del infeliz. Este quedaba ciego un instante, las siluetas de los altos edificios se diluían en la mancha negra del cielo; y sólo la helada caricia de la lluvia le recordaban que existía.
Dentro de los bolsillos del pantalón – ¿Bolsillos? Pero si hasta esas míseras partes se le habían llenado de agujeros – sus manos se engarrotaban junto a la fría epidermis de los muslos. Y sus ojos, como luces mortecinas de olvidado arrecife, buscaban en el suelo, cubierto de baches, algo que solucionara lo insoluble.
Su respiración parecía titubear; el tibio vaporcillo exhalado por su nariz era cada vez más débil. La caldera interior empezaba a extinguirse. Apoyó sus delgadas manos sobre la pétrea mole de un edificio, el Banco Central, dejándose caer en el quicio de la puerta; luego, encogiendo las piernas hasta tocarse la barba con las rodillas, las ciñó con sus esqueléticos brazos. Temblores violentos estremecían su cuerpo.
Súbitamente, un pensamiento vino a flagelar su aterida conciencia; era algo así como una mordiente realidad que le desgarraba el pecho. Recordó que, por la mañana, antes de salir a buscar alimentos, su hijo Pablo, con sus tiernos piececitos descalzos, había dado los primeros pasos por entre la miseria del tugurio. Y su buena mujer, que nunca llorara por el dolor, lo había hecho de alegría frente a los chuscus contoneos del vástago.
Quiso levantarse para seguir adelante. Más ¿Para qué, si iba a volver con las manos vacías? Un sentimiento de rebeldía le hirvió en la sangre, haciéndolo revolverse en su sitio como animal cautivo. La dura piedra del edificio le dañaba la espalda. Y pensar que ahí, detrás de esos gruesos muros, se escondía el oro; los grandes depósitos del fino metal.
Oprimió los dientes con furia para evitar que le continuaran castañeteando. Sus costillas, semejando cuchillos, se le hundían en el estómago, amenazantes, mientras su corazón –fatigado trapecista- proseguía su angustioso movimiento.
Los piececillos de su hijo, agigantados en su imaginación, andaban y andaban por resecos eriales; luego eran unas escuálidas plantas de torcidos dedos. Y después sólo unos huesos con sangre y pellejo…
Y detrás, detrás de su espalda, dentro de la cual tiritaban sus pulmones ebrios de frío, se levantaba el muro, agarra de avaro que retenía el oro; las rutilantes barras se apilarían inútiles en los blindados sótanos…
Su mujer tendría que pedir limosna con el niño colgado de un brazo y el otro tendido a las puertas que se cerrarían de golpe. ¡No! Eso no podría suceder; había que impedirlo costase lo que costase.
Intentó levantarse apoyando las manos en la mojada acera, mas sus miembros aniquilados no respondieron a sus vehementes deseos. Presa de la desesperación se frotó el rostro con las lodosas palmas.
Minutos después, sus piernas principiaron a ponérsele insensibles. El frío, el terrible frío de diciembre y la llovizna implacable, fueron siendo cada vez menos brutales. Su carne aceptaba ya los rigores de la inclemencia con extraño estoicismo. Ya no sentía molestia alguna; su espíritu había entrado en un sopor magnífico. Ni siquiera le importaba el oro, ni su niño Pablo. Su pobre mujer también se había desvanecido en una obscura niebla.
Suavemente presentía que llegaba a la única región de la igualdad…
Y desprendiéndose de esa húmeda carroña que fuera su cuerpo, se lanzó al espacio, más allá de la noche y de las nubes, ahí brillaban soles de legítimo oro que la ruindad de los hombres jamás podrá alcanzar…