Hace un par de décadas, cuando tuve el privilegio de dirigir el DIF Coahuila, una de mis responsabilidades era la de presidir el Comité de Adopciones del Estado, órgano colegiado integrado por especialistas en el que se evaluaba la capacidad emocional, afectiva, psicológica y económica de las parejas para recibir un menor en adopción. El poder contribuir a brindarle un hogar funcional y cariñoso a un niño huérfano, maltratado o abandonado siempre fue para mí un asunto de mucha satisfacción, pero también de gran responsabilidad.
A diferencia de lo que muchos creen, siempre existe poca oferta de menores en posibilidad de ser adoptados y una gran lista de espera de padres deseosos de adoptar una criatura. Las casas cuna y los albergues podrán lucir abarrotados, pero la mayoría de sus internos son niños en proceso de reintegración a sus familias, que es lo deseable. En caso de que esto no logre ser posible, siempre se busca otorgar la adopción a un familiar directo que esté dispuesto a hacerlo, principalmente los abuelos o tíos directos.
Como hay pocos niños disponibles y muchos adultos ávidos por llevar uno a casa, surgen inevitablemente los conflictos. Parejas que tienen años en espera de una adopción se desesperan, reclaman, se quejan. ¿Cómo es posible que una familia que aplicó después que nosotros haya ya conseguido adoptar y nosotros no? Era una pregunta frecuente.
A primera vista esto podría parecer injusto. Sin embargo, se debe tener en cuenta que las leyes, reglamentos y lineamientos que norman al Comité no están hechos para procurar el derecho de los adultos a adoptar, sino a garantizar el interés superior del niño a ser adoptado por la mejor familia, la más apta en todos los sentidos. Las motivaciones de una familia pueden ser diversas y no necesariamente coinciden con lo deseable para el menor.
Hay parejas que no han podido concebir un hijo después de años de infructuosos intentos, claro que tienen el derecho legítimo a llenar ese vacío sentimental mediante una adopción; hay quienes ya tienen hijos, pero quieren adoptar un niño abandonado como una contribución moral a la sociedad; hay otras que solo pudieron tener un hijo o hija y buscan agrandar la familia para que este o esta no crezca solo o sola; hay también quienes no se casaron nunca y buscan la compañía de un vástago.
Todos son argumentos válidos. Pero la obligación del Estado es ver primero por los intereses del menor. Qué bueno que se puedan atender las necesidades y deseos de las parejas adoptivas, pero nunca por encima de la seguridad de los niños en situación de vulnerabilidad.
Las leyes que norman las adopciones debieran ser utilizadas como modelo de otras, como las electorales. Pareciera que solo se preocupan en garantizar los derechos de los políticos y relegan los de la sociedad, sobre todo la posibilidad a ser gobernada por la mejor opción disponible.
Es importante que sigamos alentando la participación de todos, sobre todo de los grupos que tradicionalmente habían sido relegados de la política, pero sin atentar contra los derechos de la mayoría, y sigamos así fortaleciendo uno de los pilares más importantes con que cuenta nuestro país: nuestra democracia.