Latitud Megalópolis
Antes que lluevan los golpes, ardan las antorchas y afilen las picas aludiendo contradicción entre el título de esta columna y otra que escribí sobre aquella fascinación por generalizar, aseguro que tienen más relación de lo que podrían imaginarse.
Después de la breve advertencia, quisiera poner sobre la mesa aquella falacia que muchos compran, de que pertenecer les convierte en seres superiores a los demás.
Todavía siguen rondando aquellos pensamientos absurdos de élite, ya sea por tener un apellido, provenir de cierta “estirpe”; tener cierto color de piel, rasgos característicos congénitos; gozar ciertos estudios o poseer algo que otros no; creer en tal o cual dios, preferir tal o cual cosa, nos hace creer que somos distintos, y peor aún, nos hacen creer que somos mejores nosotros y peores a los demás.
Como especie hemos recorrido bastante tiempo un camino sombrío, dividiéndonos, agrupándonos sólo con quienes creemos nuestros semejantes, declarándole la guerra a quienes consideramos contrarios; esclavizando, cometiendo genocidio, dilapidando parte importante de nuestra humanidad, justificando todos estos actos atroces en nombre de una bandera, una ideología, un sistema económico, una religión, un pueblo, un color de piel, una patria. Al final, siempre ha sido por poder.
No importa quién seas, cuánto dinero tengas, qué religión profeses, todos nos vamos a morir, y ahí es donde todos somos iguales. Aunque la vanidad, el ego y la conveniencia nos dicten lo contrario, todos somos iguales, y lo que en verdad nos hace diferentes son las decisiones que tomamos con el tiempo que tenemos.
Es curioso que la muerte sea lo que al final nos iguale. Las circunstancias particulares con las que nos tocó vivir, sólo varían la forma, el tiempo, el momento y los posibles escenarios ante la muerte; sólo modifican la calidad de la trama, pero de ninguna forma influyen en el resultado.
Cuánto vale tu apellido en tu lecho de muerte, cuánto valen tus creencias cuando la luz de tus ojos se apaga. En la antigüedad los egipcios creían en la balanza de la justicia, un instrumento del dios de la muerte, Anubis, de uno de sus lados era depositado el corazón de los difuntos con el fin de determinar si sus almas merecían entrar al paraíso o ser devoradas horriblemente.
La muerte nos iguala, y en su justa medida, le da peso a todo; deja atrás todos esos pensamientos de superioridad, creados desde el prejuicio, y sólo conserva nuestras acciones, lo que hicimos con el corazón el tiempo que estuvimos con vida.
Todos en algún momento moriremos, pero esa realidad no debe verse desde el pesimismo, de ninguna forma tenemos que sentirnos derrotados; al contrario, debe servir como un aliciente para soltar todas esas ideas sin sustento, que nos hacen creer que somos mejores que otros por lo que tenemos o lo que pensamos, y en vez de perder el tiempo en eso, utilizarlo de mejor forma, haciendo algo superior con nuestro ahora.