Latitud Megalópolis
- Por lo cascado y aguardentoso de los gritos, calculó la hora. Haciendo a un lado el abollado cornetín, descendió la pequeña escalinata que partía del estrado de la orquesta.
Olores de perfume barato, de sudor, de licores, de humo de cigarro, se amalgamaban en el ambiente produciendo insoportable fetidez. Abriéndose paso entre el tumulto, alcanzó el borde del mostrador:
– ¡Toño, otro tequila!
Sus dedos, de extraordinaria sensibilidad, se retorcían nerviosos sobre la empuñadura del bastón. Un desasosiego invencible estremecía su ser. De un sorbo se tomo la copa, sin percibir siquiera lo áspero del alcohol. Un pensamiento terrible le desgarraba las entrañas pero que ácido corrosivo.
– ¡Toño, otro tequila! – gritó.
Mas el sonoro acento de su grito perdiéndose en el ruidoso torrente de la multitud. Entonces, tuvo la sensación de que todos sus llamados, todos sus lamentos, se hubieran extinguido en el ronco vocerío del universo.
Oprimiendo el bastón, dio varios golpes en el mostrador.
Un deseo de protesta, de herir, de destruir, habíase posesionado de él.
De pronto, el agudo sonido de los platillos, anunciaba el momento de regresar a la orquesta.
Deslizándose furtivo entre los parroquianos, ganó la salida. El frío del aire le azotó la piel. Tanteando la acera con la punta del bastón, echó a andar arrastrando los tacones. Conocía al milímetro los desniveles del piso. Hubiera querido poder correr para llegar… ¿A dónde? ¿A dónde llegar sin poder correr, si sus ojos eran ostiones opacos en la concha de las órbitas…?
Recordó aquella noche: él, como de costumbre, había bajado del estrado de la música a descansar un rato, cuándo, de uno de los rincones oyó venir el llanto de una mujer. Aproximándose con cautela, indagó tímido:
– ¿Por qué llora?
Una voz femenina, de grave timbre, comentó:
-La despidió el dueño. Y como ya está vieja ¡Pobre! No sabe que hacer…
Sentándose al lado de la infeliz, él empezó a consolarla ofreciéndole protección, casa, en fin, el apoyo total…
Y juntos iniciaron una nueva vida. Ella iba por él en las madrugadas; lo tomaba del brazo y hasta lo ayudaba a cargar el raído estuche del cornetín.
A él le parecía un sueño, un sueño sublime del que no quería despertar jamás. Tan feliz sentíase con aquella compañera que sus pasadas desdichas se borraron para siempre.
Pero, al cabo del tiempo, ella dejó de acudir en las madrugadas… Y una voz cruel, gelatinosa, de gangoso resentido, le espetó al oído la palabra maldita: “¡Te engaña!”
Apresuró la marcha, en medio de callejas tortuosas y misérrimas. La luna parecía una moneda de plata que ofrendara la noche para comprar las estrellas…
Un cuerpo humano -algún ebrio quizás- interrumpió su camino. Presa de la impaciencia y de la ira, pasó sobre él pisándole la cara.
Fuera de sí recorrió el largo patio de la vecindad, las apolilladas puertas de alineaban como en crujía de cárcel menesterosa.
Cuando entró en su casa, el crispado corazón le daba puñetazos en el pecho. Al instante escuchó las pisadas de alguien que huía con precipitación y los chillidos de espanto que lanzaba ella.
Cerrando con llave la puerta de cuartucho, se arrojó en busca de la infiel, loco de furor, tropezando con los muebles y las paredes…
Luego que la tuvo entre sus manos, un impulso vehemente obnubiló su espíritu… Los golpes resonaron brutales. El hervor inaudito de su sangre lo impelía a la consumación definitiva…
Sus manos férreas tenazas destrozarían el cable de una vida…
Pero, ¡Tuvo miedo, miedo de quedar a solas con la muerte!
Y abriendo la ventana, respiró profundamente. De lo alto, un rayo de luna iluminó sus ojos.