Autor: Dr. José Martín Méndez González
Tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia.
José López Portillo, Presidente de México entre 1976 y 1982.
La energía es quizá una cosa intangible hasta que falta.
César Baptista, Secretaría de Energía, Minas e Industria en “Energía en México. El arranque del siglo XXI”, 1989.
La reciente guerra detonada por Rusia contra Ucrania ha producido un cambio en el panorama energético: por un lado, el precio del crudo ha repuntado a nivel mundial, y las sanciones impuestas por la Unión Europea a sus miembros que se harán efectivas al finalizar el 2022 (a excepción de Hungría y Eslovaquia, los cuales deberán de abstenerse de comprar petróleo después de 2023; Reino Unido también dejará de comprar a Rusia a finales de este año), probablemente hagan repuntar aún más el precio del crudo o bien, las sanciones terminarán por crear una crisis en el mercado global que podría ser catastrófica para algunas naciones. Sin embargo, la ventana de tiempo (u oportunidad, según desde qué lado de la ventana se mire) creada por las sanciones también ha duplicado las ganancias mensuales de Rusia desde el inicio de la guerra, de acuerdo con el Centro de Investigación sobre la Energía y el Aire Limpio (CREA, por sus siglás en inglés).
Por otro lado, la escalada bélica de Rusia contra Ucrania también ha propulsado los gastos tanto en energías alternas como en defensa. Alemania es una de las primeras naciones que se ha propuesto una reducción sustancial en el uso de combustible fósiles e inversión en fuentes alternas de energía ya que depende fuertemente de Rusia en términos energéticos (el informe de CREA ubica a Alemania como el importador más grande de combustibles fósiles de Rusia).
Los movimientos de poder y de “flujos energéticos” en el tablero geopolítico ocasionados por el conflicto Rusia-Ucrania han beneficiado también a la empresa petrolera Saudi Aramco. La semana pasada Saudi Aramco se colocó como la compañía número uno del ránking de capitalizaciones bursátiles con un valor de 2.43 billones de dólares, dejando en segundo lugar a la compañía tecnológia Apple. Cabe recordar que apenas en enero de este año, Apple logró un hito histórico al ser la primera compañía en superar los 3 billones de dólares de capitalización en bolsa que, en lo que va del año, ha descendido a 2.37 billones de dólares.
Las diferencias en el valor de ambas compañías son marginales, para efectos prácticos podríamos decir que valen lo mismo, aunque lo que las hace valiosas sean de naturalezas completamente distintas: Saudi Aramco transforma el petróleo, una materia prima tangible; Apple transforma información y datos, una materia prima intangible.
Pero la tasa de crecimiento hacia el top ten de las empresas más valiosas no ha sido el mismo. El próximo 29 de mayo, Saudi Aramco cumplirá 89 años de haber sido fundada, mientras que Apple acaba de cumplir el pasado abril apenas 46 años de existencia. Prácticamente le ha tomado la mitad de tiempo llegar al top ten de las empresas más valiosas.
Y el caso de Apple no es un caso aislado. En aproximadamente medio siglo, las compañías han transitado de los valores tangibles a los intangibles con resultados sorprendentes. Como consigna el índice Standard & Poor’s de las 500 compañías más grandes, en 1975 el valor estimado de esas compañías era de 700 mil millones de dólares. En ese entonces, sólo el 17% correspondía a bienes intangibles; el resto correspondía a los bienes tangibles, como por ejemplo, el número de pozos petroleros, de fábricas, de productos, etc. Para 2018, el porcentaje de bienes intangibles de las 500 compañías más grandes se había incrementado hasta un 84%, valorando a las compañías en un total de 25 billones de dólares.
Ante estos hechos, siempre me pregunto si no nos estaremos dejando arrastrar por un espejismo en cuanto al valor de los productos y servicios intangibles. ¿No estaremos sesgando nuestra concepción de valor al poner en la misma bolsa–figurativa y económicamente– a los productos tangibles e intangibles?
Centrándome nuevamente en el petróleo como materia prima, si bien es cierto que existe una presión medioambiental para migrar lo más pronto posible hacia el uso cada vez menor de los combustibles fósiles, la realidad es que la cadena de suministros que transporta diversas materias primas y productos alrededor del mundo depende fuertemente de los combustibles fósiles (por ejemplo, el diesel empleado por los buques y camiones de carga). En otras palabras, el petróleo y sus derivados como los combustibles seguirán incrustados en las cadenas de suministros (y de valor) varios años por venir: el petróleo seguirá siendo una materia prima con un valor intrínseco insoslayable.
Conforme las restricciones medioambientales apuntan a objetivos más estrictos, pareciera que las opciones a las que pueden apostar los países son: migrar a energías renovables hasta sustituir completamente a los combustibles derivados del petróleo; adoptar la energía nuclear con los cuidados que esta amerita; crear tecnología que permita cumplir con la normatividad.
El último punto también hace pensar en la factibilidad técnica de dichos límites medioambientales: ¿son, en realidad, técnicamente viables? Recordemos hace poco más de un lusto el sonado caso del diesel gate protagonizado por Volkswagen, donde el motor diesel emitía hasta 40 veces el límite legal de óxidos de nitrógeno (abreviados como NOx, los cuales son responsables del smog, así como causantes de problemas respiratorios). Con este tipo de antecedentes, ¿habrá que reinventar o desechar el motor diesel (o de gasolina)? Quizá no del todo.
El caso anterior removió en mi memoria un artículo de la revista Discover de agosto de 1999. En ese número se enlisaban los premios anuales Discover. Uno de ellos lo catalogaban como “la refinería de petróleo más pequeña del mundo”. El ganador era Daniel Cohn, investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés). Su invento–el plasmatron–produce un campo eléctrico que transforma el combustible (gasolina, diesel, por mencionar algunos) y el aire necesario para la combustión en plasma, una mezcla de átomos y electrones a temperatura elevada. El gas que resulta de este proceso es rico en hidrógeno, el cual tiene una combustión más limpia que la gasolina o el diesel.
Hace 20 años, el prototipo del plasmatron del MIT podía convertir en hidrógeno aproximadamente un 25% del combustible de un automóvil. Esto se traducía en una reducción de hasta el 90% en los gases de óxidos de nitrógeno. Esta y otras tecnologías relacionadas que permiten un uso más flexible de los combustibles tienen una muy buena posiblidad en la penetración de mercado por sobre otras tecnologías, como las baterías de litio o celdas de hidrógeno.