Órale Politics! – Compañeritos de camino
Por Gustavo Cano
Creo que la mayor parte de mi vida he vivido acompañado de personas ajenas a mi familia. Esto es, los famosos roommates o compañeros de habitación o compañeros de departamento.
En la Ciudad de México, cuando llegué a estudiar al ITAM la licenciatura en Economía, viví en una casa de huéspedes, cuya dueña le gustaba que le dijéramos “madre”. La doña era muy buena gente, su trato era justo y esquivaba los conflictos de manera pragmática, no obstante sus hijos eran muy conflictivos y a veces hasta le mentaban la madre. Ella había sido amante de un político muy poderoso allá por los 50s y sabía mucho de la vida política del país, más a nivel de cancha que de política en sí. En la casa de huéspedes había un poco de todo: fisicoculturistas medio odiosos con dos o más mujeres que mantener, chiapanecos precoces, señores a punto de casarse, una sirvienta chaparrita que cocinaba rico y una joven nicaragüense que nunca me quedó claro si era o nomás se hacía.
Luego me fui a Francia con mi hermano, a la ciudad de Nancy. Nos la pasamos muy a gusto viviendo en los dormitorios de la Escuela Normal de Nancy. Tuvimos de compañeritos a un par de ghaneses que eran muy buena onda, uno de ellos tartamudo. Ellos nos platicaban sobre la política ghanesa y las increíbles aventuras de Jerry Rawlings. También convivimos con personajes mucho locos de origen árabe. Muy complicado el asunto con algunos de ellos. Primero se la pasaban gritando mucho entre ellos y luego nos empezaron a gritar mucho a mi hermano y a mí. Nuestra paciencia se agotó rápido y los mandamos a freír espárragos con verdaderos gritos de guerra mexicas. Santo remedio, ni siquiera volteaban a vernos después de tan memorable ocasión. Algo curioso que sucedía con los árabes era que algunos orientaban su tapete en una dirección para sus rezos diarios, mientras que otros posicionaban su tapete en una dirección completamente distinta, dependiendo del pasillo de los dormitorios. Igual y la lógica era de que todos los caminos llegan a la Meca.
Luego regresé a la Ciudad de México y estuve viviendo en unos departamentos, en el sur de la ciudad, en los que el dueño me subía la renta constantemente con el argumento de que a él le subían los impuestos y ni siquiera me daba un recibo por mi pago mensual. Después me fui a la ciudad de Nueva York, a cursar la maestría en Políticas Públicas y luego el doctorado en Ciencia Política. Y ahí se puso bueno el asunto.
Mi primera esposa acabó siendo un roommate muy gentil. Luego nos divorciamos y un médico de la Universidad de Nueva York me recomendó que viviera con roommates, por mi salud mental. El divorcio estaba mermando mi calidad de vida, así que era preferible ver en casita a alguien diario diferente a mi persona en el espejo. Mis primeros roommates fueron un belga y un inglés. El primero era muy racista para mis gustos y el segundo era un gay muy buena onda, muy respetuoso. Con el primero la relación fue muy curiosa. Nos llevábamos bien porque él creía que en nuestra relación yo era el idiota y porque yo estaba completamente convencido de que en nuestra relación él era el idiota. Con el inglés todo muy bien. Acostumbraba a prepararnos un té a las 5 pm en punto y su sentido del humor era muy fino, muy sarcástico, aunque a veces yo no entendía lo que decía por el marcado acento londinense que se cargaba.
Luego tuve un par de roommates indios. Uno del norte de la India y otro del sur de la India. Uno de ellos, el famoso Rohit, tenía una novia india, la noble Pretty. El otro cuate tenía una novia gringa güera. Fue una convivencia muy interesante. Ellos aprendieron a qué sabían los chilaquiles y yo comencé a apreciar la comida vegetariana, además de las interminables películas de Bollywood. Algún día Rohit y Pretty me invitaron a la Little India de Nueva Jersey, que queda en realidad muy cerca de Nueva York. Yo los acompañé feliz de la vida. Acabé comprando varios chunches culinarios indios, ante toda la cantidad de descubrimientos que yo hacía en esa época en la cocina. Entonces ellos me dicen que van a ir a rezar a un templo, que los esperara afuera. Yo les pedí permiso para entrar con ellos al templo. Ellos me dijeron que sí, que claro. Y ahí vamos los tres al templo.
Entramos al templo y yo me senté por allá, en un rinconcito. Ellos se postraron y oraron ante Ganesha, un dios hindú con cabeza de elefante, cuatro brazos y dos piernas. El asunto no duró mucho y salimos del templo. Cuando estábamos comiendo en un restaurant delicioso sin sillas, ni mesas, ni cubiertos yo les pregunté, abusando de la confianza, que cuál era la lógica de que dos estudiantes de doctorado (uno de Columbia y la otra de la Universidad de Nueva York) se postraran ante un dios-elefante. Ellos me respondieron, bien tranquilos, que qué bueno que les preguntaba eso, ya que ellos también tenían una pregunta para mí. ¿Cuál es la lógica de postrarse y orar ante un hombre que a todas luces sufre clavado en una cruz y lleva ahí más de dos mil años? ¡Tómala barbón! Me dije hacia mis adentros. Tuvimos una breve plática al respecto y yo llegué a la conclusión de que igual y ya era tiempo de bajar a Jesús de la cruz y que en realidad era preferible, en pos de la salud emocional de la feligresía, que las toneladas de gente mejor adorasen a cosas o animales tranquilos en lugar de un hombre que está ahí, sangrando y sufriendo, por los pecados de los fieles.
Con el otro indio la relación fue distante, con excepción de que un día llega al departamento y se nos planta enfrente del Rohit y mi persona y nos dice bien quitado de la pena: Tengo tuberculosis, así que mañana tienen que ir a los Servicios Médicos de Columbia a hacerse el examen. El asunto no pasó a mayores y el indio hasta se casó con la gringa güera sin mayor contratiempo, aunque tuvo que brindar con agua mineral durante su boda, misma a la que no nos invitó.
Luego vinieron el griego y el ruso. El primero era a todo dar, con excepción que a veces olía a león africano porque como que eso de bañarse diario no era lo suyo. El griego estudiaba matemáticas y argumentaba que el universo era tan, pero tan grande que era prácticamente imposible que un par de vidas diferentes entre sí se llegasen a encontrar; pero por lo mismo que era tan grande era prácticamente imposible que nosotros fuésemos la única forma de vida que existiese en el universo de lo conocido. El griego me enseñó a cocinar un delicioso pollo al limón al horno. El ruso era muy distante, siempre andaba en bata en el departamento y difícilmente salía de su habitación. Sospechábamos que se drogaba con prácticamente todo, menos marihuana. Con el griego y el ruso me tocó el fatídico 9-11 de las torres gemelas.
A mi regreso a México, en Monterrey, mi amiga del ITAM, Lourdes, y su hijo André, gentilmente me abrieron las puertas de su casa. Fueron años maravillosos en los que me alimenté sanamente, incluso en contra de mi voluntad. Di clases en la Universidad de Monterrey y me la pasé muy a gusto con excelentes estudiantes, a pesar de un calorón y humedad de locos. Aquí la nota la dieron las dos perras de Lourdes: la Cookie y Mielecita. La primera una pitbull hermosa y la segunda una chihuahua biliosa, medio desquiciada. A Mielecita le encantaba sacar de la basura todos los pañales de los bebés de la cuadra, mientras que la Cookie era feliz corriendo entre los carros sin precaución alguna, hasta que sucedió lo que tenía que suceder y jamás lo volvió a hacer. Vivíamos en la falda del Cerro de la Estrella y las caminatas con las perras por las tardes, tratando de cachar un poquito de viento junto al río que corre al pie del cerro… eran priceless.
Finalmente, en San Andrés Cholula, convivimos mi esposa, yo y la Wera (una perrita muy inteligente, completamente blanca y que le encantaba morderme) con unos inquilinos espirituosos y bastante latosos llamados chaneques. Fue una experiencia que no se la deseo a nadie. Yo, un hombre de ciencia, me negaba a creer que el departamento donde vivíamos estuviese poseído por espíritus chocarreros. Se manifestaban principalmente a través de sonidos y en los sueños. Nos escondían cosas y desacomodaban cosas, además de tronar las pantallas de nuestros celulares y la computadora. El asunto más o menos se calmó cuando nos mudamos de departamento. Y es que Cholula es un lugar que se fue construyendo sobre capas y capas de muertos, muertos que murieron muy enojados ante las injusticias cometidas en su momento por la corona española y la Santa Inquisición.
En fin, yo creo que los árabes que me tocaron allá en Nancy y los chaneques méndigos fueron los roommates más incómodos con los que yo haya convivido. Pero una cosa es cierta: entre seres humanos que conviven bajo el mismo techo, generalmente se desarrolla una especie de camaradería que enriquece sistemáticamente la capacidad de convivir y la tolerancia entre las personas. Bueno, esto es siempre casi cierto. Los partidos políticos son la orgullosa excepción que confirma la regla.