Hace unos días, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) y las autoridades municipales de Valle de Bravo, en el Estado de México, clausuraron las obras de un desarrollo inmobiliario y hotelero que se construye sin permisos ambientales en una zona forestal protegida de Avándaro.
Lo anterior ocurrió más de un año después de que los pobladores de sitios cercanos al ejido de El Capulín denunciaron las tropelías y atrocidades ambientales que se cometían en el lugar, por parte de la empresa Stupa Ranch S.A. de C.V, pese a que las autoridades federales ya le habían rechazado la autorización del estudio de impacto ambiental.
De acuerdo con el dictamen de la Semarnat, del Estado de México, con el avance de la obra fueron talados cientos de árboles del área protegida, se trazaron caminos y veredas en medio del bosque y, el colmo, fuera de toda norma se construyó una presa privada, en momentos en que el lago de Valle de Bravo languidece por falta de agua.
Ecologistas de Valle de Bravo sostienen que la rapacidad de la constructora traería consecuencias graves al medio ambiente, puesto que se trata de una zona reservada de captación de agua que alimenta a diversas comunidades y al Sistema Cutzamala.
El proyecto abarca 55 hectáreas de bosque, contempla once villas residenciales, albercas, caballerizas, un club de deportivo con spa, gimnasio, restaurante y un salón de usos múltiples, entre otros espacios comunes.
Documentos del Registro Público de Comercio, muestran que Stupa Ranch S.A de C.V. fue constituida hace cinco años por personajes cercanos al empresario Ricardo Salinas Pliego.
Pero este caso, anómalo a todas luces, no debe ser visto como un hecho único o aislado, de abusos, prepotencia y contubernios. Porque no lo es. Ejemplos ya hay muchos en esa región mexiquense y pudieran multiplicarse en los meses y años por venir.
La reciente puesta en operación de la nueva autopista México-Valle Bravo, que acerca a los capitalinos a poco más de una hora y media de ese destino turístico, parece ser la punta de lanza de un plan de desarrollo, diseñado y orquestado de manera conjunta por autoridades estatales y grandes empresas constructoras, para hacer explotar el crecimiento urbano y detonar la economía de la zona, con el consecuente –y casi inevitable– daño a las áreas protegidas y al medio ambiente.
Tal ejecución significó el inicio del desarrollo urbano sostenido, de más de dos décadas, para la construcción de lo que ahora conocemos como Punta Diamante. Los predios fueron ocupados rápidamente por lujosos hoteles y condominios que, en efecto, detonaron el crecimiento económico de esa zona de Acapulco, pero que simultáneamente se tradujeron en innumerables denuncias por despojo de tierras, demandas por negocios de cuestionable legalidad y abusos de los desarrolladores inmobiliarios que –como suele ocurrir en nuestro país– pasaron por encima de las leyes ambientales afectando los recursos naturales y ecosistemas del lugar.
Algo nada saludable para las reservas forestales y acuíferas de Valle de Bravo y problados aledaños se viene fraguando. En nombre del llamado “progreso”, en México y América Latina hemos sido testigos de numerosos y trágicos ecocidios. El esquema depredador de Punta Diamante no debe repetirse en el Estado de México. Los recursos naturales de la zona están directamente vinculados con el bienestar de muchas otras poblaciones, incluida la cuenca del Valle de México. La urbanización desmedida termina necesariamente por arrasar los ecosistemas.
Valle de Bravo parece estar en la mira de las grandes constructoras y de visiones rapaces. El caso merece la máxima atención y un seguimiento puntual. Las autoridades deben hacer respetar la ley. De lo contrario, los costos a pagar serán muchos y los daños, irreversibles.