Autor: Dr. José Martín Méndez González
El mal es vulgar, y siempre humano
Y duerme en nuestra cama, y come en nuestra mesa.
- H. Auden, Helman Melville.
La emergencia de las barras bravas representó la
militarización del hincha del fútbol.
Duke y Crolley
Los hechos ocurridos el pasado 5 de marzo en el estadio de futbol La Corregidora entre las barras del Querétaro y el Atlas mostraron un grado de violencia pocas veces registrado ante la cámara. Los videos de la golpiza que recibieron hasta la inconsciencia diversas personas fueron compartidos y reproducidos en redes sociales hasta volverse virales. Creo que no incurro en un error si menciono que en los videos algunos de los atacantes muestran cierta oscura fruición en el acto de golpear a otra persona inerme, ya sin posibilidad de defenderse.
Entre los innumerables comentarios de desprecio alrededor de estos actos de violencia no faltó quien tildara de “animales” a los atacantes para degradarlos en la escala de la racionalidad (¿y nobleza?) propia del ser humano. Las palabras de Isaac Asimov vienen a colación: “Si queremos insultar a alguien, le llamamos ‘animal’. En cuanto a crueldad y malicia, ‘humano’ podría ser un insulto mayor”. Mirando los hechos sangrientos del siglo pasado y éste que se adentra a su primer cuarto creo que muchos podríamos estar de acuerdo con las palabras de Asimov.
Si entre personas de la misma nacionalidad es posible observar estallidos de violencia, la historia latinoamericana nos ofrece entre sus páginas un conflicto armado que trascendió las fronteras del deporte para convertirse en una guerra, la “guerra del futbol”. Aunque el conflicto armado entre El Salvador y Honduras tuvo lugar entre el 14 y 18 de julio de 1969, fueron los partidos de futbol entre ambas naciones que buscaban asegurar su clasificación para la Copa Mundial de Futbol de 1970 que tendría lugar en México.
Después de jugar tres partidos en los que ambos bandos sufrieron ataques fuera del campo de futbol, además del envilecimiento del ambiente de las contiendas deportivas por parte de la prensa, entre otros disturbios que brotaron aquí y allá, El Salvador logró clasificarse para su primer mundial. Un ejemplo del ambiente enardecido fue el caso de Amelia Bolaños, salvadoreña que se pegó un tiro al corazón con el arma de su padre después de ver perder su selección durante el primer partido: tenía 18 años. Así, las tensiones entre los países escalaron y El Salvador movilizó tropas a Honduras, atacando puertos y bases militares por tierra y aire: los muertos se contaron por miles.
Pero ¿es la violencia desplegada en el estadio de futbol un mero asunto de rivalidad entre equipos llevado demasiado lejos? ¿De qué corrientes subterráneas abrevan las raíces de la rivalidad deportiva, esa rivalidad que estalla en violencia y desdibuja la otredad, impulsando a acallar (incluso con la muerte) a ese otro, el extraño que no pertenece al grupo, a la tribu? ¿Existe una raíz biológica de la violencia, del conflicto? ¿Cuál es el catalizador que mueve a un grupo de seres humanos que sólo difieren en la vestimenta para justificar la violencia contra otros seres humanos que, de estar participando en un juego de la selección mexicana, habrían coreado—incluso abrazado—al unísono los goles a favor? No es difícil imaginar esta última imagen. Inclusive algunos la hemos atestiguado entre familiares: se pican la cresta año con año, temporada tras temporada cuando sus equipos se enfrentan… pero cada cuatro años, con la llegada del Mundial, la rivalidad se sublima en tolerancia y compañerismo al jugar la selección nacional.
Carl Sagan manifestaba que la competición deportiva era “un conflicto simbólico apenas enmascarado”. Más aún, Vince Lombardi se jactaba de que perder equivalía a morir, equiparando al juego con la guerra. Esta idea está tan amplia y sutilmente difundida que Sagan no tiene reparo alguno en admitir que “hablamos de ganar y perder una guerra con la misma naturalidad con se habla de ganar y perder un partido”. Y las raíces de esta noción, señala Sagan, podrían haberse originado con las primeras tribus de cazadores-recolectores en la historia de la evolución humana, antes de volvernos sedentarios por la invención de la agricultura y domesticación de los animales. Conforme avanzó la civilización, también aparecieron jerarquías sociales, y la caza pasó a ser un deporte exclusivo de las élites (faraones, reyes, etc.). A la par, surgieron entre el pueblo deportes que se consideraban sustitutos al de la caza. Desde entonces, los deportes han despertado pasiones profundas porque probablemente satisfacen no sólo al espíritu cazador que aún pulsa en nuestros genes sino también porque las contiendas deportivas han derivado en versiones domesticadas de contiendas militares.
Lo anterior nos puede llevar a pensar que los deportes podrían ser el caldo de cultivo perfecto para la detonación de la agresividad y el conflicto. Después de todo, seguimos siendo animales, pero con un cerebro sumamente desarrollado. ¿Qué nos dice la biología al respecto? ¿Se pueden establecer las raíces biológicas de la violencia y el conflicto? Responder a este tipo de preguntas, por muy simples que parezcan, requieren la participación de diversas disciplinas: neurobiología, genética, desarrollo evolutivo, etc.
Robert Sapolsky, profesor de Neurología y Neurocirugía de la Universidad de Stanford ha dedicado parte de su vida a investigar el rol de las hormonas en el comportamiento de los animales, especialmente en los primates (incluidos nosotros). Sapolsky ha recabado información sobre la testosterona, la cual ha sido blanco de estudio para comenzar a entender la violencia y la agresividad. Típicamente, en la mayoría de las especies y a través de diversas culturas, los “machos” suelen ser más agresivos que las “hembras”. Más aún, la acción de esta hormona también hace disminuir la confianza en las personas de tal manera que percibimos como amenazantes los rostros con expresiones neutras. Es decir, un incremento en la testosterona provoca que la empatía disminuya así como también el umbral para la provocación: nos vuelve de “mecha corta”, por así decirlo.
Con esto en mente es válido pensar que si se sustrae esta hormona (i.e. castración quirúrgica o química) los niveles de agresividad disminuirán. De hecho, es así en los mamíferos y humanos. Sin embargo, pensar que la testosterona es la causante de la agresividad es sobre simplificar peligrosamente el comportamiento humano. Como establece Sapolsky, “la testosterona no ‘provoca’ agresión. En su lugar, amplifica las tendencias sociales preexistentes hacia la agresión, aumentando la intensidad de excitación […].” Aquí, cuando Sapolsky habla de la preexistencia de tendencias sociales no puedo evitar pensar en aquel experimento de 1969 del psicólogo (también de Stanford) Philip Zimbardo, el cual consistió en dejar aparcados dos autos en dos ciudades distintas: uno en una zona con elevados niveles de criminalidad en Nueva York, y el otro en una zona acomodada en Palo Alto, California. El resultado: en aproximadamente 10 minutos, el auto en Nueva York comenzó a ser vandalizado; el aparcado en Palo Alto permaneció intacto por lo menos una semana. No todo está definido por la biología: el medioambiente social también tiene voz y voto.
Comprender a cabalidad las raíces biológicas, culturales y socioeconómicas de la violencia va a llevar tiempo, así como la asignación de recursos económicos para financiar proyectos sociales que ayuden a generar y aplicar políticas públicas que conduzcan a evitar o minimizar aquellas tendencias sociales preexistentes relacionadas con la violencia.
Hace poco leí el libro del lingüista Luis Fernando Lara, “Herencia léxica del español en México”, en el cual hace referencia a la obra “La sociedad contra el estado” del antropólogo francés Pierre Clastres. De acuerdo con Fernando Lara, en la obra del francés se relata “cómo entre ciertos pueblos amazónicos la guerra no tiene por finalidad el dominio, el exterminio, la explotación del enemigo, sino comprobar si son seres humanos: la guerra termina cuando reconocen al enemigo como ser humano”.
Recordando los actos violentos del pasado 5 de marzo en el estadio de futbol pienso que una parte del problema es que ya no nos reconocemos como seres humanos. ¿Hemos terminado por convertirnos en seres de extremidades rectas, pero de espíritus torcidos? ¿Es ese el fin último de la civilización? ¿Acabarnos mutuamente? Actualmente contamos con medios tecnológicos para llevar educación y cultura a muchos rincones de este país, de proveer un soplo que avive la llama de la inteligencia que nos haga reconocer en el otro (“el enemigo”) también a un ser humano como nosotros. Cada uno, desde su trinchera, día a día, puede ser el espejo en el que otro se reconozca como humano.