Autor: Dr. José Martín Méndez González
Cuando alguien estudia ciencias o una ingeniería y además le enseñas emprendimiento e innovación estás invirtiendo en 50 años de su futuro.
Lita Nelsen, exdirectora de la oficina de transferencia de tecnología del MIT.
Dicen que uno de los mayores miedos de quienes lideran las grandes empresas tecnológicas (Big Tech) es que un puñado de jóvenes entusiastas de la tecnología, agrupados en un garage, produzcan una innovación que ponga en jaque el imperio tecnológico que detentan. Ellos, los actuales magnates tecnológicos, tienen muy presente que “la tecnología no es amable… No dice ‘por favor’. Se estrella contra los sistemas existentes y los destruye mientras crea nuevos sistemas. Los países y los individuos pueden surfear nuevas y poderosas olas de cambio, o tratar de detenerlas y ser aplastados .”
Así, pues, ¿qué hacen las grandes empresas tecnológicas para seguir innovando por delante de sus competidores o de potenciales nuevos innovadores (creadores de start-ups) que les coman el mandado? Algunas veces compran las start-ups que les parece pueden ser las más disruptivas para su negocio, y se apropian del conocimiento desarrollado por un puñado de mavericks intelectuales. Un contundente ejemplo de esto fue WhatsApp, fundada por Jan Koum (emigrante ucraniano, por cierto) en 2009, y adquirida en 2014 por Facebook (ahora Meta) por un monto de 19,000 millones de dólares.
Otra manera de sobrevivir que tienen las Big Tech es detectar aquellas start-ups disruptivas y comenzar a invertir fuertemente en esa área, contratando talento a como de lugar para que dirijan equipos enteros (por ejemplo, Amazon tenía 10,000 ingenieros trabajando en Alexa) exclusivamente dedicados a mover la frontera del conocimiento de la manera más rápida posible. Y en el camino, conforme concretan avances tecnológicos tangibles (algunos lo llaman producto mínimo viable), protegen dichas invenciones con patentes. Es decir, crean paraísos laborales donde construyen el próximo gadget tecnológico o algoritmo que luego será inteligentemente “empacado” para ser consumido por la sociedad.
Lo anterior no resulta escandaloso o fuera de la normal, ¿o sí? Después de todo, si tienes recursos para invertir en tecnología que te ayudará a diferenciarte de tu competencia, abres la cartera y muy probablemente, a la vuelta de un par de años, tu compañía dominará el mercado o nicho. Sin embargo, el dominio del mercado por parte de un puñado de compañías puede disminuir la aparición de nuevas ideas disruptivas. Y si no hay nuevas ideas disruptivas que generen nuevos negocios, el dinamismo económico de un país se desacelera.
Una parte de este problema, al menos en Estados Unidos, es cierta laxitud en las políticas anti- monopolio, las cuales han permitido que grandes compañías compren a sus rivales. También abona a esta situación el hecho de que el software desarrollado “en casa” permite un despliegue a gran escala (si cuentas con una organización adecuada) de los productos y servicios que ofrece una compañía con costes más bajos: los datos se aprovechan mejor y el negocio crece más rápido de lo que podrían hacerlo pequeñas empresas o start-ups, las cuales, en última instancia enfrentan dos opciones: la extinción o la reinvención de su negocio.
Ante este escenario, pareciera que la única opción es una ley anti-monopolios más estricta. O bien, como indica James Bessen, autor del libro “Los nuevos Goliats: cómo las corporaciones utilizan el software para dominar industrias, matar la innovación, y socavar la regulación”: Relajar las restricciones que imponen los acuerdos de no competencia y los derechos de propiedad intelectual a la movilidad de los empleados también podría fomentar una mayor difusión de la tecnología.
Lo que no hay que perder de vista también son las universidades e institutos tecnológicos donde se realiza investigación (dirigida o de ciencia básica) ya que, me parece, son los que más posibilidades tienen de sobrevivir a los cambios en el panorama educativo. ¿Por qué? Porque vivimos en una sociedad del conocimiento: hacer avanzar la frontera del conocimiento también es hacer avanzar el futuro de un país. Si bien los beneficios de la transferencia de tecnología desde las universidades e institutos tecnológicos hacia el sector público y privado (generación de nuevos productos y servicios) no siempre generan un gran beneficio económico, el impacto que tienen a largo plazo en la sociedad supera el valor monetario.
Transferir la tecnología es un proceso es complejo y requiere de un compromiso total en muchas áreas. Lita Nelsen, ingeniera química que dirigió por 25 años la oficina de transferencia de tecnología del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), resume de esta manera su experiencia (altamente valorada por universidades ansiosas de replicar el modelo de innovación del MIT): “Lo que hay que tener claro es que, normalmente, la transferencia de tecnología no es ni de lejos un negocio con el que hacer dinero. Es una industria madura pero no da beneficios. Lo que sucede es que en ocasiones el MIT consigue una sola patente que le aporta una enorme cantidad de dinero y después expira. Así que es como ganar la lotería. El MIT siempre entendió eso, conseguimos hacer algo de dinero, pero no una contribución sustancial al presupuesto de la institución”.
Tras este cuarto de siglo en uno de los epicentros de la innovación mundial, Lita Nelsen ha reducido a un decálogo su visión sobre aspectos económicos y de implementación en el proceso de transferencia de tecnología. Reproduzco un par que llaman mi atención:
• Pueden pasar dos décadas -o incluso más- antes de que un programa de transferencia tecnológica universitaria (incluyendo “spinouts” emprendedores) afecte sustancialmente la economía local. El impacto en el desarrollo de la economía regional lleva entre 20 y 30 años. Esperar resultados en unos pocos años conduce a la descapitalización y a la frustración.
• La transferencia tecnológica es un negocio basado en el talento. Es difícil encontrar personas que puedan hablar ambos lenguajes, tanto el académico como el de los negocios, y que además tengan la creatividad para generar acuerdos que satisfagan las necesidades de ambos. No se debe subestimar la combinación y el nivel de aptitudes necesarias. Estas aptitudes y experiencias son muy diferentes de las necesarias para llevar adelante una investigación.
En la Edad Media la palabra talento significaba voluntad, deseo o gusto . Con este significado en mente, podemos decir que el Estado Mexicano quizá tuvo el talento, pero ya no más. Nótese también la escala de tiempo a la que alude Lita Nelsen: 20 a 30 años. Hablamos de 5 sexenios, aproximadamente. México, al encontrarse en el sótano en lo concerniente a la investigación desarrollo científico en los países que conforman la OECD, requiere de modelos de inversión innovadores en estos campos que provengan, si bien tampoco del sector empresarial, de la sociedad civil en conjunción con las universidades e institutos de investigación ya que el Estado no ha invertido lo suficiente, ni lo hace, ni lo invertirá en el futuro inmediato.
¿Existe esperanza? Quizás, porque “sería de justicia recordar que, en tiempos de oscuridad, siempre hubo hombres buenos que lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso .”