En 1987 llevamos a cabo mi hermano y yo un viaje muy interesante. Todo empezó en junio con un rico desayuno en Leondres y ese mismo día por la noche ya estábamos montados en un autobús rumbo a la frontera guatemalteca. Fue el primer viaje de mi apreciada juventud que realicé con un claro objetivo político: asistir al octavo aniversario de la revolución sandinista en Nicaragua.
También había una restricción: el presupuesto. En realidad íbamos a viajar hasta donde nos alcanzase el dinero, por eso ya no conocimos ni Costa Rica, ni Panamá. En realidad fue un viaje maravilloso, lleno de pujante juventud y una vibrante convivencia con la cultura e idiosincrasia de varios países centroamericanos. Este viaje me abrió los ojos en muchos aspectos, entre ellos uno muy particular: En Centroamérica, con excepción de Nicaragua, no querían a los mexicanos, al menos en la época de nuestro viaje. La razón era muy sencilla, el mexicano promedio trataba con la punta del pie al centroamericano, entonces ellos nos tratarían con la punta del pie, sobre todo al jugar de locales.
Y bueno, primero pasamos por Guatemala. Un hermoso país, con sus frijoles negros no refritos, sino chinitos, muy ricos. Fuimos a Antigua Guatemala, Guatemala capital, Quezaltenango y el Lago de Atitlán. En Guatemala capital nos reencontramos con las “Guates”, tres lindas hermanas que habíamos conocido durante nuestra estancia en Francia. Muy simpáticas y bonitas, nos recibieron en su casa por unas cuantas horas y a nosotros nos dio mucho gusto volverlas a ver, al menos a dos de ellas, porque la mayor se había quedado en Alemania a estudiar creo que alemán. Conocimos a sus papás y a uno que otro amigo que odiaba a los mexicanos y que cargaba fusca en la camioneta para mostrar su odio llegado el momento. Gracias a dios que las Guates domaban muy bien a esta simpática bestia.
Aunque las Guates también tenían lo suyo. En Francia alguna vez se disculparon por decirnos “los mexicanos” a mi hermano y a mí. Y defendían a capa y espada al régimen genocida del General Ríos Montt. Ellas decían en Francia que no era cierto que el régimen militar de Ríos Montt fuese una dictadura y chuladas por el estilo. También me llamó la atención que en Antigua Guatemala y en Quezaltenango (si no mal recuerdo) había una maravillosa colección de construcciones que recordaban a la arquitectura bávara alemana. Fue inevitable recordar también que Guatemala había dado acogida a varios ex nazis de poca monta después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. No había tanto nazi de alta calidad como en Argentina, pero no cantaba mal las rancheras Guatemala a este respecto.
Luego fuimos a El Salvador. El país estaba en guerra. Eso me emocionaba mucho. Supongo que la juventud era un escudo mental protector acerca de lo que en realidad significa viajar como turista a un país en guerra. El caso es que ahí me vacuné sobre mi entusiasmo acerca de la guerra. Posteriormente, durante mis estudios de doctorado en Ciencia Política en la Universidad de Columbia, fue cuando me cayó el veinte de una verdad que a la fecha profeso: comenzar cualquier guerra es irracional, por definición. Ahora, si la guerra ya comenzó, no defenderse es irracional, por definición también.
Y bueno, en San Salvador fuimos a visitar a los compañeros de la facultad de economía de la Universidad Centroamericana para platicar sobre la guerra y su impacto socioeconómico en la nación salvadoreña. No los hallamos, pero nos dijeron que estaban en el centro de San Salvador en una marcha contra el gobierno salvadoreño. Ni tardos ni perezosos, mi hermano y yo nos lanzamos para allá. Cuando llegamos vimos puro encapuchado quemando las centrales de control telefónico por donde iba pasando la marcha. En una de esas vimos unos soldados acercándose a los manifestantes y entonces los manifestantes que se les lanzan encima y los hacen correr. Recuerdo que a nosotros nos dio risa, misma que se desvaneció en cuanto nos dimos cuenta que estábamos rodeados por puros encapuchados que nos gritaban y amenazaban con palos levantados y uno que otro subrepticio machete entre las ropas. Al mismo tiempo un méndigo fotógrafo nos tomaba fotografías en la cara, a una velocidad de 40 fotos por minuto, más o menos.
En una de esas, alguien nos gritó insistentemente. “¡Identifíquense, identifíquense!” Y entonces hicimos mi hermano y yo lo que nunca jamás nos imaginábamos que haríamos: les entregamos nuestros pasaportes a los encapuchados. Ellos los revisaron y uno de ellos gritó sonriente: “¡Son mexicanos!” Y la banda encapuchada se puso feliz de la vida y nos vitorearon: “¡EEEh! ¡Mexicanos! ¡Bienvenidos, intégrense a la marcha!” Nos regresaron nuestro pasaporte y nosotros sonreímos a la mitad de un shock colapsante nervioso pleno. Educadamente dimos las gracias como pudimos. Como que teníamos atorados en la garganta un par de cosas que nos impedía hablar… Acto seguido, dimos por terminada nuestra incursión de solidaridad revolucionaria con el pueblo bueno salvadoreño y decidimos irnos a atascar de pupusas y cervezas. Nuestro razonamiento fue racional y contundente: si nos integrábamos a la marcha, en un descuido los militares salvadoreños esos sí que nos tronaban, ya que ellos no se andaban con mamadas.
Un poco más de dos años después, la mierda fascista militarizada del régimen dictatorial salvadoreño asesinaría a ocho personas, seis de ellos sacerdotes jesuitas, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en San Salvador, por motivos anti comunistas. Todo esto auspiciado directa o indirectamente por la CIA, ya que los miembros del batallón que llevó a cabo la matanza eran monos organilleros amaestrados por la CIA en las mejores artes anti comunistas, como tantos y tantos militares latinoamericanos fueron entenados en la época. En 1987 todavía nos tocó escuchar en la radio salvadoreña la propaganda pura, con fondo musical de tambores, que afirmaba que el FMLN (el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional) iba a perder la guerra porque el ejército salvadoreño era INVENCIBLE.
Luego nos fuimos a Nicaragua. Llegamos justo a tiempo para el octavo aniversario de la revolución sandinista en las afueras de Estelí. En cuanto llegamos, lo primero que escuchamos fueron cañonazos de los contras apoyados por el infeliz del Donald Reagan. La guerra estaba a unos cuantos kilómetros de donde pernoctamos. Íbamos a ser parte del contingente de extranjeros que iban a marchar rumbo al lugar de la celebración, pero fuimos excluidos por no haber hecho nuestras reservaciones en dólares a tiempo. Al final de cuentas lo único que tuvimos que hacer fue seguir al contingente organizado y sanseacabó. Llegamos al lugar y a lo lejos vimos a los comandantes sandinistas echar un rollo poco legible. También vimos jóvenes sandinistas haciendo piruetas y pirámides humanas bastante desangeladas.
Lo que vi ese octavo aniversario fue decepcionante, los sandinistas tan alejados del pueblo bueno nicaragüense no constituían un buen augurio. Managua nos resultó una ciudad interesante y muy calurosa, pero lo que más se me quedó grabado fue el atorón en que nos vimos envueltos cuando tomamos el tren de Managua a León. Unas seis u ocho horas completamente parados en una ladera montañosa, comiendo un par de pasteles de maíz, con poca agua y viendo hasta el cansancio un hombre revolucionario en sus 70s, sentado enfrente de nosotros, silencioso, con la mirada medio perdida, con una carabina entre sus piernas y unos guaraches muy viejos, al igual que sus desnudos y callosos pies. Por gente como ésa, lo sandinistas habían expulsado al desgraciado del dictador Somoza y no al revés. En el tren, todavía retumbaban en mi memoria los cantos sandinistas del octavo aniversario de la revolución y la mantra: “¡Reagan, que se rinda tu madre!” En la actualidad, el gobierno nicaragüense de Daniel Ortega es una de las dictaduras más retrógradas y represivas que existen en el planeta.
Luego nos pasamos a Honduras. Ahí pasamos poco tiempo. Recuerdo dos cosas: en un periódico leí que el día anterior, en un circo, un caballero fue ridiculizado por un payaso en un acto circense. Acto seguido, el caballero se salió ofendido y regresó después al circo con un machete en la mano. Luego hizo mierda a machetazos al payasito chistosín enfrente de todos los niños de la audiencia. Lo segundo es que unos amigos nos llevaron a un pueblo maravilloso en la parte montañosa del país: Valle de Ángeles. Si tengo la oportunidad de escoger el lugar de mi última morada, seguramente será este mágico y noble lugar. Cuando cruzamos la frontera de Nicaragua a Honduras nos decomisaron la mitad de nuestra colección de estampillas postales nicaragüenses, que porque eran propaganda comunista… La otra mitad la habíamos escondido muy bien.
Ya al final regresamos a Guatemala, fuimos a Tikal, para ser más precisos. Un lugar que me dejó maravillado, sin palabras. Con ruinas prehispánicas en medio de la selva y los monos saltándote en la cabeza. Ranas y moscos por doquier también. Por viajes como estos (incluyendo mi estancia universitaria de más de ocho años en la Gran Tenochtitlan) me fui dando cuenta que los habitantes de estas tierras antes de la llegada de los españoles constituían verdaderas civilizaciones, mismas que fueron destruidas y menospreciadas por el colonialismo español, mismo que llegó a estas tierras con la cruz de la espada y la cruz de la Santa Inquisición por delante, además de hartos virus maloras. Las iglesias encima de las pirámides, la imposición de la lengua española y la implementación de un sistema político y administrativo basado en la discriminación racial y explotación del prójimo, escudado en las Santas Escrituras cristianas, fueron medidas muy efectivas en el proceso de la aniquilación cultural, social y económica de los pueblos indígenas. El resto es historia, una historia escrita en español, por cierto.
Finalmente nos cruzamos a Belice. Un bonito lugar, ocupado por los Bloody British Military, a reventar de casas de madera, secciones filatélicas increíbles en su oficina de correos, crimen a diestra y siniestra… y una tienda donde había una cantidad incontable de especias para cocinar y a donde la elite inglesa recurría para abastecerse sin empacho alguno. Todavía recuerdo el albergue donde pasamos una noche en la Ciudad de Belice y cuyas camas estaban infestadas de pulgas saltarinas. Luego cruzamos la frontera mexicana y compramos un boleto de autobús de Chetumal al Distrito Federal. Más de 30 horas de dulces sueños, íbamos mi hermano y yo exhaustos y yo definitivamente menos curioso acerca de un lugar exótico y políticamente desconocido como lo era Centroamérica.
Hace 35 años, de todas maneras yo concluía que México era un lugar muchísimo más adelantado y habitable que Centroamérica. Inimaginable que México empezase a retroceder justo en la década de los 80s para llegar a donde estamos: un país de lo más corrupto e impune existe. Por lo que capto, lo peor que le pudo haber sucedido a los países centroamericanos después de la colonización española, es este rollo de pobre Centroamérica, tan lejos de dios y tan cerca de México y la CIA.
Si alguien me pregunta que qué es lo que extraño más de mi juventud, mi respuesta al derechazo sería: ¡Nada! Nada porque hice todo lo que se me ocurrió hacer cuando era joven. Tiempos, fondo y forma, todo cumplido de manera muy satisfactoria. Eso me da tiempo ahora de disfrutar mi presente, siempre en el margen, un día a la vez, como un buen y fraternal neoliberal de cepa.