A pesar del año en el que vivimos, la sociedad –por lo menos la mexicana- sigue cargando en su espalda una pesada pila de estigmas, que intenta succionar cotidianamente la vida de las personas que les replican –automáticamente-, sin siquiera preguntarse el por qué lo hacen.
Si bien es cierto que se ha avanzado en visualizar ciertas acciones, conductas y modos que resultan perjudiciales y violentos, al día de hoy seguimos chocando con paradigmas que para ciertas personas resultan inquebrantables; entre ellos se encuentra la “Familia Funcional”, idea completamente absurda e inoperante en estos tiempos.
Según la “tradición”, el éxito de una familia, depende de que ésta se integre por un número específico de personajes; valorando más la forma, que el fondo.
Así, con lo anterior podemos describir que la familia debe de estar compuesta forzosamente por un padre, una madre, un hijo o hijos y quizás alguna mascota; si alguno de los integrantes falta, la sociedad tiende a marcar –hoy en día en menor medida que antes- como un fracaso, presionando directa o indirectamente a los individuos a reivindicar los roles faltantes.
Para la familia “funcional”, las ausencias están jerarquizadas según su gravedad y están maquilladas a partir de la moral dominante que esté en turno.
Es grave que un hombre no se case, pero es aún más grave para este sistema de jerarquías que una mujer no se case o no tenga una relación; así como también es grave que un niño o una niña no tenga padres, pero es aún más grave para este sistema que una pareja de cierta edad no tenga hijos; y qué decir de los matrimonios homoparentales, que en vez de verlos como una reivindicación de derechos, lo ven como un atentado contra la institución religiosa.
En sí, la única estructura para que la familia sea funcional debe ser la que se conceptualiza como “heteronormal”, aunque cada vez sea menos “normal” verla, en una sociedad que se ha ido rompiendo a pedazos, y no necesariamente por estos criterios arcaicos, sino por los vicios que se convirtieron -al paso del tiempo-, en costumbres lamentables.
Así es como aceptamos esa idea absurda del llamado “matrimonio tolteca”, el cual puede representar claramente uno de los estigmas más evidentes y más aceptados en la sociedad: la infidelidad.
En el “matrimonio tolteca”, principalmente se habla de una “catedral” y de una o varias “capillitas”, que no causarán revuelo siempre y cuando el hombre se haga “responsable” económicamente de ellas. Claramente esta figura sólo aplica para los hombres, las mujeres, en este modelo están condenadas al exilio, puesto que la infidelidad es pena capital y deshonra universal.
La –doble- moral en turno, acepta la violencia –familiar, sexual, económica, psicológica, física, etc.-, siempre y cuando la pareja provea y sea “buen” padre o madre, olvidando los demás elementos que son verdaderamente importantes.
La –doble- moral en turno, acepta hasta el abuso sexual y la violación, y consagra a los abusadores como mártires de la familia en muchos casos, donde las denuncias de las víctimas se convierten en la incredulidad, la revictimización y en un doloroso silencio que duerme entre gritos sordos el sueño de los justos.
Estas ideas y su aceptación colectiva, son en sí las que están destrozando el tejido social, a las familias, replicando la violencia, que afecta siempre en mayor medida a las niñas y los niños, así como a los adolescentes, que se encuentran en una etapa sumamente delicada de su desarrollo.
Así, la brújula de lo funcional se corrompió tanto que terminó rompiéndose, al igual que las familias que acabaron fracturadas, heridas; aislando todos y cada uno de sus problemas -en aquellos cascarones vacíos, que terminaron por obligación llamando hogar-, que a cada paso fueron ascendiendo hasta donde pudieron llegar.
Hay que entender que no se nace sabiendo ser padre o madre. Lo llegamos a ser y terminamos utilizando los patrones de crianza que tenemos establecidos previamente -aquellos que nos enseñaron a nosotros nuestros tutores, madre, padre, abuela, abuelo, tía o tío, etc.-, que no necesariamente son los correctos, y no necesariamente son los idóneos para la época en la que vivimos.
Debemos romper con la rueda, y preguntarnos sobre aquellos paradigmas que siguen replicándose dentro de nuestras familias, porque una familia funcional no es la establecida como “heteronormal”, sino es aquella que sencillamente funciona, sin importar cómo esté compuesta.
Al final, cuando las cosas no funcionan, lo más lógico sería pensar en el por qué, y cambiar; pero lo más lógico muchas veces no es lo más sencillo de realizar.
Siempre va a tener cierta valentía enfrentarnos a lo que nos lastima, aunque sea lo que la gente dice-cree que es correcto. Siempre va a tener cierta valentía romper con esas prisiones que nos condenan a seguir repitiendo los mismos –o nuevos- errores que cometieron en el pasado las personas que nos criaron. De esto se trata la vida, de aspirar a ser mejores, de ser valientes.