En ciertas ocasiones, cuando hemos visto anuncios sobre obras teatrales, podemos observar que aparecen dos máscaras: una que sonríe o esta feliz y otra que parece llorar o estar triste. Estas máscaras tienen un origen griego, y representan a las musas del teatro: Talía es la musa de la comedia mientras que Melpómene lo es de la tragedia o el drama. En nuestro cuerpo ocurren una miríada de “obras de teatro” que involucran cientos de miles de “actores” que siguen un guión escrito biológicamente. Y a pesar de que una enorme cantidad de estas “obras de teatro” llevan representándose miles de años, a veces, la improvisación (la mano del azar) puede transformar una comedia en tragedia. Uno de estos casos lo constituye una proteína que la gran mayoría de los mamíferos poseemos.
Los antecedentes históricos se remontan al siglo XVIII en Gran Bretaña, donde un emprendedor ganadero llamado Robert Bakewell comenzó a cruzar de forma selectiva los mejores ejemplares de vacas y ovejas con su propia descendencia para concentrar los rasgos deseables. Sin embargo, algunas ovejas de la raza Suffolk, sin razón aparente, comenzaban a comportarse de manera extraña: se rascaban hasta hacerse daño, tropezaban de manera continua (temblaban), incluso trotaban a un ritmo atípico; también se mostraban ansiosas por lo que se volvían antisociales. Esto, con el tiempo, se convirtió en un problema ya que mataba a una de cada diez ovejas. Más aún, la enfermedad se transmitió a otras razas de ovejas tanto dentro como fuera de Gran Bretaña. El misterio de este comportamiento permaneció vigente por siglos.
Avancemos en el tiempo a la década de 1930. Mismo país: Gran Bretaña. Un veterinario prueba una vacuna para una enfermedad completamente diferente, pero, en su lugar, termina generando un brote de la enfermedad de la tembladera característico de las ovejas de Robert Bakewell en todo el territorio. Otro detalle: la vacuna se había creado utilizando parcialmente materia cerebral de otras ovejas. A pesar de que estos tejidos se habían esterilizado con formaldehído, el misterioso agente infeccioso parecía soportar el proceso de esterilización y mantener su capacidad de infección. Una vez infectado el huésped, el periodo de incubación podía ser largo (meses a años), es decir, existía un retraso entre la infección y la aparición de los síntomas.
En la década de los 60’s, Bill Hadlow (patólogo veterinario) visitó el Museo Wellcome de Medicina de Londres, donde observó unas fotografías de los cerebros dañados de ovejas aquejadas de prurigo lumbar. Y notó algunas similitudes extraordinarias con otro grupo de fotografías producto de una investigación realizada en un lugar bastante remoto: Papúa Nueva Guinea.
Alrededor de 1957, los médicos Vincent Zigas y Carleton Gajdusek se encontraban en Papúa Nueva Guinea estudiando una enfermedad que afectaba mayoritariamente a las mujeres de la tribu Fore. Los síntomas: debilitamiento de las extremidades, temblor de cuerpo, así como problemas para articular palabras y, en algunas ocasiones, risas incontroladas e inesperadas. Esta extraña enfermedad era nombrada por sus habitantes como Kuru, “tembladera” en el leguaje nativo. La enfermedad afectaba más a los hombres que a las mujeres.
Bill Hadlow le envió una carta a Gajdusek relatándole el enorme parecido entre las lesiones ocasionadas por el Kuru y la observada en las ovejas. Si el Kuru era una enfermedad del mismo tipo que la tembladera de las ovejas, entonces se podía transmitir de los animales a las personas. Gajdusek decidió probar esta hipótesis. Con ayuda de su colega Joe Gibss, infectaron deliberadamente con tejido cerebral proveniente de fallecidos por Kuru a un grupo de chimpancés y monos. El resultado: después de dos años, los primeros dos chimpancés fallecieron con las mismas características que aquellos fallecidos por Kuru en las islas de Papúa Nueva Guinea. De esta manera se probó que el Kuru no era una enfermedad hereditaria, sino que algo más lo causaba. Gajdusek postuló la existencia de un virus lento, por los largos periodos de incubación mostrados.
En 1976, Gajdusek y Baruch S. Blumberg recibieron el premio Nobel de Fisiología y Medicina “por sus descubrimientos sobre nuevos mecanismos para el origen y diseminación de enfermedades infecciosas“.
Pero el misterio aún no estaba resuelto del todo. ¿Cuál era el agente infeccioso? ¿Por qué tardaba tanto en incubarse? ¿Por qué afectaba al tejido cerebral? ¿De dónde provenía su resistencia a los métodos de esterilización? Responder ésta última pregunta abrió la puerta a pensar en cosas consideradas “imposibles” por los biólogos.
En 1967, Tikvah Alper (radiobióloga) publicó un estudio fundamental que daría más pistas sobre el verdadero origen del agente infeccioso. Alper sometió al agente infeccioso de la tembladera en ovejas a la radiación por luz Ultravioleta (UV) y descubrió que éste seguía teniendo actividad. Con ello descartó que el agente infeccioso se tratase de un virus: el ADN se inactiva ante la radiación (los virus están compuestos de ADN). Por lo tanto, el agente infeccioso debía ser menos complejo que un virus, pero sin ADN.
Si el agente infeccioso no tenía ADN, ¿cómo le hacía para replicarse y propagarse por el tejido cerebral una vez infectado el organismo? En esta ocasión, un matemático, J. S. Griffith, propuso una posibilidad que para los biólogos era descabellada: que el agente infeccioso se tratara de una proteína y que ésta se auto-replicara.
Lo que proponía Griffith parecía contravenir el Dogma Fundamental de la Biología Molecular propuesto por Francis Crick, co-descubridor del ADN. La transferencia de información no se podía transferir de proteína a proteína o de una proteína al ácido nucleico. Una vez que la información quedaba codificada en la proteína, ésta misma no podía ir de regreso al ácido nucleico. Es decir, parecía imposible que una proteína, que no son más que una larga cadena de compuestos químicos (aminoácidos), pudiera replicarse reclutando a otras proteínas.
En 1982, el genetista Stanley B. Prusiner halló un fragmento de proteína que estaba presente en los animales con la enfermedad de la “tembladera” pero no en la versión sana de esos animales. Usando los aminoácidos que componían ese fragmento peculiar logró determinar a qué gen pertenecía esa secuencia. El gen asociado que encontró Prusiner fue el gen PRP. Este gen es perfectamente común en ratones y humanos; de hecho, está presente en todos los mamíferos estudiados hasta el momento.
Prusiner continuó con su investigación, logrando aportar evidencia suficiente para concluir que el agente infeccioso de la enfermedad de la tembladera era ocasionada por una proteína, acuñando el término PRION (PRoteinaceus Infection ONly).
Ahora bien, el gen PRP codifica la producción de la forma saludable de la proteína prion en el sistema nervioso central. Pero, a veces, por un mecanismo que aún no está claro, la proteína sana adquiere una configuración tridimensional que la vuelve insoluble y resistente a los métodos típicamente utilizados en la esterilización. Más aún, la forma mal plegada de la proteína recluta proteínas “sanas” para impartirles una segunda configuración para luego acumularse en el tejido hasta causar daños irreversibles en el sistema nervioso cerebral. Así, la proteína prion tiene dos caras: posee biestabilidad.
Ejemplo de biestabilidad. La ilusión de la mujer desnudad de Reagan.
Por su descubrimiento de un nuevo principio de infección, i.e. el descubrimiento de los priones, Stanley B. Prusiner recibió el Nobel de Fisiología y Medicina en 1997. Las encefalopatías espongiformes transmisibles ocasionadas por los priones son fatales. De momento, no hay cura o tratamiento que las contenga. En los humanos, las encefalopatías más comunes son: la Enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (ECJ), la de Gerstmann—Straiissler-Scheinker (GSS) y, quizá, la peor de todas, la Insomnia Familiar Fatal (IFF), donde la muerte llega después de meses sin poder dormir (el tálamo, que regula el sueño, es el que sufre el daño). Otras enfermedades que involucran el mal plegamiento de proteínas es el Alzheimer, Parkinson y la formación de cataratas en los ojos. En el ganado vacuno, los priones dan lugar a la enfermedad de las “vacas locas”.
Como lo ilustra la historia de los priones, en el mundo de las proteínas la estructura tridimesional define la funcionalidad. Aún hoy en día, no se conoce a ciencia cierta para qué sirven las versiones “sanas” de los priones. Lo cual nos lleva a el Santo Grial de la biología molecular: predecir la estructura tridimensional de una proteína a partir de la secuencia de “letras químicas” (aminoácidos) que la conforman. Esto podría cambiar con el uso de la Inteligencia Artificial. Recientemente se presentó a AlphaFold, el cual es una red neuronal artificial que predice la estructura tridimensional de la proteína con gran exactitud (el margen de error es de un átomo) a partir de la secuencia de aminoácidos. Para que dimensionemos el salto tecnológico que esto constituye, desentrañar la estructura de la insulina (fundamental para regular la glucosa en la sangre) le tomó 35 años a Dorothy Hodgkin, quien recibió el Nobel en Química en 1964 por dilucidar la estructura de la vitamina B12.
Una de las limitaciones de AlphaFold radica en que sólo predice una configuración estable por proteína. Así, los priones parecen quedar fuera de su radar por el momento. Esperemos que no por mucho tiempo ya que la necesidad apremia. Puede sonar un tema de menor importancia dada la pandemia mundial, pero Francia ha puesto uno moratoria en algunos laboratorios después de haberse reportado casos de infección por priones a través de aerosoles. Para la obra de teatro protagonizada por los priones el telón aún no ha caído.