Luego de la elección de junio, uno supondría que las aguas de la política iban a calmarse, pero la realidad es que se han dado batallas en múltiples flancos que de algún modo son el prólogo de lo que vendrá en la segunda mitad del gobierno del Presidente López Obrador.
La agenda se ha transformado y el primer mandatario ha puesto en la mesa tres reformas fundamentales para su administración. Han continuado los ajustes en su equipo de trabajo, personajes cercanos han cambiado de responsabilidad y otros más han abandonado el juego; otros parecen tener una resistencia sorprendente a las presiones de la opinión pública, como López Gatell y todos los ajustes, sin duda, buscan apuntalar las capacidades del gobierno para asegurar la marcha del proyecto que ha definido y que no admite matices a estas alturas de la administración.
La persistencia de la agenda presidencial es una señal inequívoca de la lectura que tiene el Presidente sobre su propio gobierno, por lo que el rumbo está determinado y ahora los actores políticos comienzan a acomodarse con miras al 2024, con más incertidumbre que certezas, y por ende, generando condiciones complejas de tránsito político.
La conversación pública gira en torno a distintas preocupaciones donde la más importante sigue siendo la estrategia de vacunación y la atención al COVID, ya que los números distan mucho de generar condiciones de calma; en muchos estados los rebrotes son evidentes y la velocidad de vacunación sigue siendo errática. De igual modo, en los últimos días las cifras de asesinatos y terribles masacres que han ocurrido encienden las alarmas en regiones del país donde parece que los equilibrios de paz son frágiles.
Del mismo modo, en algunas entidades avanzan las transiciones de manera ordenada y en otros, los conflictos parecen estar a la orden del día, ilustrados quizás por la foto de Silvano Aureoles afuera de Palacio Nacional esperando audiencia sin éxito. Le economía se recupera lentamente al igual que el empleo, empujados por las sorprendentes tasas de crecimiento en Estados Unidos, y por el manejo ortodoxo que hasta ahora se ha hecho de la economía mexicana.
Pero la temporada de tormentas es parte del escenario natural en donde el gobierno entiende y alcanza sus mejores manifestaciones. En esa condición aparentemente compleja es donde se despliegan mejor las capacidades de la administración que usa estos escenarios para bordar esa agenda que parece tener gran éxito entre la opinión pública.
Pareciera que a los mexicanos nos gusta vivir en estas tempestades y estas tempestades parecen acomodarse bien al modo político actual. Cada vez qué hay una sensación de descontrol, existe plena capacidad de respuesta; cuando se polariza algo es porque se requiere inscribir en la agenda otras prioridades, y cuando la tormenta arrecia, el capitán del barco parece salir airoso cada mañana sin mover demás el timón.
Aquí el radar no falla, los cálculos tampoco, y por eso, pensar en mares tranquilos no debiera ser una alternativa para planear nada, por el contrario, quienes hacen política hoy deberían estar dispuestos a mojarse, a no usar paraguas y no tener miedo a nadar ante esta realidad que se impone y que es una novedad de la política de la que o se aprende o se termina naufragando.