Una vez escuché decir a Mark Zuckerberg, ese genio de las redes sociales que se convirtió en multimillonario a una edad temprana al desarrollar Facebook, que para un emprendedor “el mayor riesgo es no arriesgarse en nada”, y que “la única estrategia garantizada para el fracaso es no arriesgarse”.
A muchas personas no les gusta el riesgo. Unos, porque tuvieron una experiencia negativa al respecto; otros, porque así lo aprendieron en casa desde pequeños; unos más, porque traen ese miedo inscrito en su ADN. Y eso no es necesariamente malo. Incluso, el ser cautos es parte del instinto de supervivencia que nos permitió triunfar como especie.
Sin embargo, debemos tener claro que para poder crecer en lo profesional, como lo refiere Zuckerberg, es indispensable asumir riesgos. No hay éxito posible que no venga aparejado con un nivel de riesgo, variable según las circunstancias. Los triunfadores abandonan su zona de confort para asumir riesgos, mientras que los conformistas se quedan mirándolos pasar desde la comodidad de sus butacas.
Y correr riesgos implica que existe una probabilidad de fracaso, claro. Pero imaginemos por un momento qué hubiera pasado si Tomás Alva Edison, Alexander Graham Bell, los hermanos Wright o Henry Ford no hubiesen tomado riesgos. Sin duda, el mundo no sería tal cual lo conocemos ahora. Como dijo el mismo Edison, después de fracasar decenas de veces antes de poder perfeccionar la bombilla eléctrica que actualmente sigue iluminando nuestras noches: “no fueron mil intentos fallidos, sino un invento de mil pasos”.
La capacidad de exposición voluntaria hacia algunos tipos de peligro es característica básica de los líderes y personas exitosas. Y no se trata de arriesgarse a cualquier tipo de amenaza ni vivir la aventura por vivirla, sino seleccionar los riesgos que generen rentabilidad en el futuro.
Asumir riesgos calculados es parte de la madurez de una persona. Es un acto sublime de responsabilidad, de independencia. En algunas ocasiones implica dejar el nido acogedor y volar por cuenta propia; en otras, significa cargar con las consecuencias de nuestros actos y no depender del éxito de otros.
Los fracasos son grandes maestros. Al tomar riesgos aún perdiendo se gana algo invaluable: la experiencia. Como dicen por ahí, “lo que no mata, fortalece”. El crecimiento personal consiste en una serie de aprendizajes concatenados; algunos, fruto de victorias; otros, de fracasos. Pero en el agregado, la ruta del éxito no depende tanto del resultado de las decisiones, sino del hecho de haber tomado esas decisiones, de haber asumido los riesgos.
Si lo pensamos bien, vivimos en un riesgo permanente: en la regadera, bajando las escaleras, manejando nuestro coche. Llorar es arriesgarse a parecer sentimental, reír a considerarse tonto. Quien no arriesga se convierte en esclavo de su propia seguridad. Aprendamos a vivir con riesgos y a entender que el mayor riesgo en la vida es no arriesgar nunca nada.