Hace unas semanas, el ex presidente Barack Obama discutió el actual ciclo político con líderes y activistas integrantes de equipos colaboradores de su Presidencia. Una de las principales preocupaciones que el ex mandatario expresó en ese contexto, de cara a la próxima elección, es la desinformación (y las campañas de desinformación) en las redes sociales. Obama tiene razón.
Al abordar este asunto en mi reciente libro, “94 paradojas para pensar el siglo XXI”, expuse la incongruencia derivada del hecho de que una herramienta, de la que se esperaba que vendría a crear una sociedad mejor informada y más participativa, con el consecuente fortalecimiento de la democracia, ha traído la peligrosa deriva de la realidad distorsionada por la “post verdad” o la “mentira deseada” en la que muchos viven, coletazo del “mundo del algoritmo”, que define y dicta cómo obtenemos información en estos días. En vez de garantizarse un flujo de información de calidad, a partir de la cual las audiencias pueden tomar decisiones sobre bases ciertas, las mentiras deseadas refuerzan prejuicios, profundizan sesgos, en suma, ratifican aprensiones, con afirmaciones sin fundamento y campañas difamatorias, que acentúan la polarización, dificultan la gobernabilidad y, por lo tanto, socavan la democracia. Recientemente, The Atlantic Magazine publicó un reportaje muy ilustrativo sobre cómo la campaña de Trump abusa en las redes sociales a través de una inversión milmillonaria, precisamente para fortalecer obcecaciones y dragar la institucionalidad.
El ascenso de Trump a la política está estrechamente asociado con el abuso de la desinformación y las campañas maliciosas a través de las redes sociales. Con esta maniobra ha eludido los medios de comunicación principales, e incluso, ha hecho todo lo posible para imponerles a estos medios la agenda informativa, con su “extravagancia imprudente de Twitter”.
Trump (y su ejército de bots y trolls) han confrontado la verificación de los hechos y el periodismo veraz, de diversas maneras. Ha tildado a los medios de comunicación de “enemigos del pueblo”; ha favorecido a los espacios de televisión y radio que lo apoyan y desdeñado a aquellos que se muestran críticos. Tan discriminatoria ha sido su conducta como jefe del Estado en este sentido que CNN tuvo que desafiarlo -con éxito- en los tribunales por revocar las credenciales a su corresponsal en la Casa Blanca. El juzgado ordenó el regreso del reportero de CNN a la sala de prensa.
Esta semana, la tendencia preocupante de socavar la libertad de expresión experimentó una notable escalada. El presidente Trump ha estado despotricando contra el “voto por correo”, amplificando las falsas afirmaciones según las cuales este mecanismo favorece el fraude electoral. En respuesta, Twitter (su campo favorito para desplegar la estrategia de desinformación) calificó los trinos del Presidente de los Estados Unidos como “engañosos”; y los editó poniendo al final de cada texto el enlace para conocer los hechos verdaderos sobre el voto por correo.
Un hecho claro, que nadie puede cuestionar, es que los numerosos trabajos de investigación, acreditados por la aceptación bipartidista, jamás han indicado evidencia de una correlación entre el voto por correo y el fraude electoral. De hecho, el Centro Brennan para la Justicia ha demostrado que el potencial para el fraude electoral (o el registro ilegal de votantes), en el voto por correo es inferior al 0.0025%, una posibilidad abismalmente minúscula para ser abordada como un factor que podría alterar un resultado electoral.
Los argumentos de Trump contra el voto por correo son contrarios a una tendencia mundial en las democracias maduras, donde el “voto postal” ha devenido lo habitual. Además, en medio de una pandemia, con medidas de mitigación en plena vigencia, con los conocidos impactos sociales y económicos, así como la incertidumbre respecto a la duración de la crisis o una posible segunda ola del coronavirus, el derecho a elegir está esencialmente vinculado al voto por correo en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias de los EEUU, previstas para el 3 de noviembre. Cualquier esfuerzo para evitar la votación postal es equivalente a la supresión de los votantes.
Cuando uno mira las encuestas, ve con nitidez por qué Trump ha entrado en pánico. Un simple recorrido por las encuestas publicadas en la página web Real Clear Politics deja ver que los promedios en las encuestas nacionales, así como en los estados clave para la elección presidencial, muestran márgenes favorables para Joe Biden y los demócratas. Y si esto fuera poco, las encuestas también indican que los candidatos demócratas tienen márgenes más favorables en un escenario de mayor participación electoral. La creciente percepción del público, según los sondeos, indica que la gran mayoría también desaprueba cómo el presidente Trump ha manejado la crisis pandémica, que, entre muchas secuelas graves, lleva ya 40 millones de estadounidenses desempleados. Por tanto, la apuesta estratégica de Trump es una elección con alta abstención; de allí que minar el ejercicio del voto-por-correo sea uno de sus objetivos.
La nota de Twitter a las declaraciones engañosas de Trump sobre el supuesto fraude electoral en el voto por correo, provocó reacción intolerante de este, quien emitió una orden ejecutiva que induciría la censura en las redes sociales. He aquí otra paradoja de la era Trump. No solo los principales medios de comunicación, sino que ahora las plataformas de redes sociales, antes el mayor recurso para su política, se han convertido en el enemigo de su agenda. ¿Por qué? Como para todo “caudillo” u “hombre fuerte” (es decir, para cualquiera que pretenda abusar de la democracia), la prensa libre y la libertad de expresión, los hechos y la ciencia, así como el compromiso político para abordar los problemas que afectan al público en general, son antagonistas que deben ser abatidos.
Nos leemos por Twitter @lecumberry.