La siempre bulliciosa ciudad de Dohar, la capital de Catar, hoy está callada por la pandemia. Hasta el momento en que escribo estas líneas, más de 17 mil 900 infectados por COVID19 han aislado a 2.7 millones de cataríes en las cómodas casas que el gobierno les ofrece por el simple hecho de ser ciudadanos de este millonario país petrolero. Acaso, el único lugar que conserva el ruido y las prisas del mundo que conocíamos es la obra del estadio Al-Thumama.
Esa arena deportiva es uno de los siete nuevos estadios que Catar ha prometido terminar para la Copa del Mundo 2022, de la cual es el próximo anfitrión. Esa imponente y moderna construcción para 40 mil fanáticos deberá estar lista en menos de mil días. Pese a la crisis sanitaria, el gobierno árabe no tiene planes de desacelerar la marcha; incluso, según los reportes del sitio digital Foreing Policy, se están acelerando las obras.
Por supuesto, en esa carrera contra el tiempo el gobierno de Catar no pone en riesgo a sus ciudadanos. La obra se está haciendo mayoritariamente con mano de obra migrante de países cercanos y pobres, como Yemen o India. Ellos trabajan en condiciones análogas a la esclavitud: salarios de hambre que apenas dan para sobrevivir, largas jornadas de trabajo en el desierto con pocos descansos y las mínimas medidas de seguridad, según numerosos reportajes. Hasta el momento, de los 34 fallecidos en esas obras, 31 han muerto por paros cardiacos o respiratorios.
El que Catar esté acelerando sus trabajos con mano de obra precaria y bajo explotación laboral para atenuar las malas consecuencias del COVID19 será una constante en el nuevo mundo que nos dejará la pandemia: la ONU estima que al terminar la crisis sanitaria veremos la peor caída en la ocupación global desde la Segunda Guerra Mundial. El mundo perderá 25 millones de empleos y millones pelearán por recuperarlos, aunque eso signifique ser contratados en condiciones de alto riesgo. Para los obreros del estadio Al-Thumama, y desempleados del mundo, morir por fatiga es mejor que morir de hambre.
En México, aún no está claro cuántos empleos se esfumarán con el virus. El último conteo de la Secretaría de Trabajo es que perdimos más de 346 mil en solo tres semanas de marzo y abril. Cuando el encierro acabe, la cifra podría llegar a 1.5 millones. Es altamente probable que miles de desempleados terminen aceptando trabajos en condiciones indignas a manos de empresarios sin escrúpulos que querrán poner en marcha sus negocios con el mejor costo posible.
Afortunadamente, nuestro país tiene una ley contra la explotación humana que protege a los empleados y sanciona a los empleadores abusivos. Se trata de la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas, que 8 años después de su creación, en 2012, es una de las mejores armas del país contra la inesperada pandemia.
En el artículo 10 de la ley se enumeran 11 modalidades de trata de personas, desde la explotación sexual hasta el tráfico de órganos; en la fracción IV y la V se establecen como delitos la explotación laboral y los trabajos o servicios forzados.
La definición de explotación laboral se detalla en el artículo 21: sucede cuando un empleador recibe un beneficio económico, o de otra índole, por un trabajo ajeno que atenta contra la dignidad de las personas — ya sea porque sea realiza bajo condiciones peligrosas, insalubres o fuera de la legislación para cada industria– o porque existe una desproporción entre el trabajo realizado y el pago efectuado por ellos o porque el salario está debajo de lo legalmente establecido.
Los trabajos o servicios forzados se explican en el artículo 22: un empleo que se obtiene mediante el uso de la fuerza o la amenaza de denuncia ante autoridades migratorias para que el empleado se someta a condiciones injustas. Esto último resultará útil cuando la empresas del sector agrícola, pesquero y ganadero quieran maximizar sus ganancias minimizando los derechos humanos de migrantes indocumentados temerosos de volver a sus países.
En el caso de la explotación laboral, la ley contempla una sanción de 3 a 10 años de prisión para los responsables y hasta 50 mil días de multa; para los trabajos forzados, 10 a 20 años de cárcel y hasta 50 mil días de multa. Pero el castigo podría no parar ahí.
Gracias a una férrea lucha que emprendimos en Comisión Unidos vs. la Trata contra intereses oscuros en el Poder Legislativo que buscan atenuar las penas, hoy el castigo contra esos empresarios abusivos se pueden perseguir aún con el consentimiento de la víctima y las penas pueden aumentar hasta en una mitad cuando se aprovechen de la vulnerabilidad de las personas, se usen tratos degradantes o se ponga en peligro la vida de las personas.
Esta ley que tanto trabajo nos ha costado defender por los intereses económicos que afecta es un escudo de protección para miles de mexicanos en dos escenarios que ya están sucediendo o están por suceder.
El primer escenario es que ciertos sectores, como la industria farmacéutica, están experimentado una alta demanda de bienes y servicios que superan a su plantilla laboral. Es muy probable que pronto comience, o ya comenzaron, las contrataciones de empleados temporales bajo condiciones fuera de la ley y con jornadas que exceden lo que la Constitución establece, poniendo en riesgo la salud de los trabajadores.
El segundo escenario es todo lo contrario: industrias cuya demanda ha caído y que para recuperarse están explotando laboralmente a sus empleados bajo la amenaza de que si no aceptan las nuevas condiciones de trabajo estarán despedidos. El extremo de este escenario es el amago de que las personas que no quieran “ponerse la camiseta” de las empresas serán despedidas por abandono laboral y sin liquidación alguna.
Otros escenarios los podremos ver en el mediano plazo y, para sus potenciales víctimas, la ley también funciona como un paraguas en medio de la tormenta.
Por ejemplo, nos ponen en alerta las empresas que operan en la frontera de la legalidad y la clandestinidad: los negocios que ante el riesgo de desaparecer van a recurrir a empresas inmorales de outsourcing que les cubrirán la espalda; las empresas que implementarán como media permanente el trabajo a distancia, o desde casa, para sus trabajadores obligándolos a laborar de amanecer a anochecer y hasta los fines de semana; y las empresas que, sabiendo de las necesidades económicas de millones de personas, les regatearán a sus trabajadores prestaciones legalmente establecidas.
Y nos preocupan especialmente las actividades que ya operan al margen de la ley: a medida que la crisis sanitaria se vuelve un precipicio económico, miles de personas optarán por comprar bienes apócrifos o “pirata” con tal de gastar lo menos posible. La Organización Internacional del Trabajo cree que las maquilas clandestinas alrededor del mundo –pero especialmente en las regiones del Sur de Asia y América Latina– aprovecharán esa nueva dinámica para aumentar su producción con mano de obra precaria y sumarán poblaciones vulnerables en sus instalaciones, como adultos mayores o menores de edad.
Sería una mentira decir que la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en materia de Trata de Personas se planeó para un escenario como el del COVID19. Nadie podría anticipar una pandemia de esta letalidad y daño. Pero lo que sí preveíamos los que nos involucramos en la ley hace 8 años es que el mundo avanzaba hacia un modelo de trabajo que requería proteger a los más vulnerables.
Hoy, afortunadamente, esa ley que se criticó por su dureza es el instrumento más útil que tenemos como país para hacer frente a la crisis económica que se viene. Entre las buenas noticias de estos tiempos aciagos podemos contar con que tenemos una de las leyes más aplaudidas a nivel internacional por su capacidad para proteger a un pueblo deseoso de trabajar, pero siempre en condiciones de dignidad.
Sin embargo, la ley no basta. Para que esas letras tengan sentido, tenemos que convertirnos todos en vigilantes. Los empresarios deben poner de su parte para que el sector en el que desarrollan sus actividades están libres de explotación laboral. Y los consumidores deben exigir que las cadenas de producción estén libres de sufrimiento y, ante la menor sospecha, denunciar ante las autoridades para que se haga una investigación profunda y diligente.
Estoy convencida de que muchos empresarios aprovecharán esta crisis para ponerse del lado correcto y garantizarán a socios y consumidores que su fuerza laboral está en las condiciones que requiere un país enorme y generoso como México. Que saben del compromiso que esperamos millones de personas para sacar adelante a nuestro país. Que saben del esfuerzo que pueden esperar de millones de trabajadores mexicanos para que las empresas del país renazcan después de la pandemia.
Pero, sobre todo, que jamás saldremos de este precipicio sin la ayuda de unos y otros. Y que lo peor que podemos hacernos como país es perdernos en la ambición y sustituir una crisis económica por una crisis humanitaria