En el Viejo Mundo, las casas de los más afortunados se construían con una puerta por donde nadie entraba. Los habitantes usaban una palabra en latín para nombrarla: “refugium”, que significa huir hacia atrás y que en castellano se convirtió en “refugio”, es decir, una puerta cuya función es ser una salida secreta para salvarse de un mal que llega al pueblo.
Me acordé de esa palabra ahora que la pandemia me ha permitido estar en la casa de mis padres buscando protegerles. Aquí he pasado los últimos días desde que un mal, el coronavirus, ha descoyuntado al mundo. Los olores de la cocina, el perfume de su ropa, los rincones donde he sido feliz han vuelto a ser mi casa, como seguramente le ha sucedido a millones que han vuelto con sus padres para ponerlos a salvo.
Y mientras estoy aquí, algo maravilloso ha sucedido: redescubrí a mi mamá.
La conocía, sí, pero el ajetreo del mundo que conocíamos antes del coronavirus me había impedido reconocerla en su etapa actual. Y ahora he podido observarla y reconocer en ella las cualidades del ser humano que soy y que aspiro a ser.
Redescubrí una mujer que a sus 83 años tiene la energía de un torbellino, que se levanta con el amanecer para no desperdiciar ni una hora de luz, que se arregla frente al espejo con la certeza de que cualquier día es una fecha especial, y cuyas muestras diarias de amor empiezan con un té de limón con bicarbonato que nos ofrece para fortalecer nuestro cuerpo.
Acaso, lo único que se compara con su sentido del humor es su generosidad. Cuando me pregunten de dónde saqué la idea de que mi vocación estaba en convertirme en activista contra la trata de personas, para poder ayudar a otras personas menos afortunadas que yo, ahora podré responderles con total seguridad que salió de ella, mi mamá.
Redescubrí una mujer con un férreo respeto a la dignidad humana, que tiene un corazón suave que reflexiona sobre el cariño a los otros, que demuestra diario su amor a mi maravilloso padre con muchos detalles, que es siempre prudente con sus palabras y que ha demostrado ser más sabia de lo que yo ya la creía.
Ahora que el mundo ha obligado a las personas a guardar lo que tienen y ver por sí mismos, mi mamá dedica sus tardes a hacer justamente lo contrario. Nadie ha dejado de trabajar para ella. Y a las personas que están a su alrededor, les paga más de lo usual. Siempre tiene una palabra cálida y una sonrisa rápida. No es casualidad que a lo largo de ocho décadas de vida siga recolectando el amor que sembró. Hasta hoy no conozco una sola persona que no la recuerde con cariño.
Y por las noches, cuando el mal parece más aterrador, ella es la última en irse a la cama. Cierra las cortinas y se asegura que todas las puertas tengan seguro. Entonces, apaga la luz y duerme plácidamente sabiéndonos cuidados y protegidos.
Ella es mi huida hacia atrás, mi salida secreta. Y aunque yo tenga 59 años, Rosita de la Garza siempre será mi orgulloso refugio con olor a té de limón.
Feliz día de las madres.
POR ROSI OROZCO
COLABORADORA