Los tiempos oficiales en radio y televisión son un impuesto confiscatorio creado en 1969 como represalia, despojo y mordaza de Gustavo Díaz Ordaz para garantizarse espacios oficialistas, tras la cobertura noticiosa del movimiento estudiantil de 1968 y su punto más trágico el 2 de octubre en Tlatelolco. Es una doble tributación porque esta industria, igual que cualquier otra, paga además todos los impuestos que establece la ley.
Más aun, ahora, al momento de recibir un título de concesión o renovarlo, se paga una contraprestación determinada por la autoridad, que no es simbólica ni barata pero sí por adelantado. Los tiempos oficiales son también un doble pago por ese derecho. Al eliminarlos, el mensaje del presidente, Andrés Manuel López Obrador, es terminar con uno de los grandes golpes de autoritarismo y sometimiento de la libertad de expresión y el derecho a la información que todavía prevalecen.
Esa ha sido la realidad de la radio y la televisión mexicanas, desde las cadenas nacionales hasta la estación local más apartada. Una industria que da empleo y sustento a miles de personas y sus familias. Impulsar y continuar revitalizándola es esencial. ¿A dónde entonces llegarían cientos de jóvenes comunicadores egresados de las universidades con sus ideas frescas y renovadoras?
¿Qué sucedería con el papel fundamental de la radio y la televisión que siguen siendo indiscutiblemente las grandes informadoras de la sociedad? Las audiencias masivas están en estos medios, muy por encima de las redes y podrá o no gustar a algunos políticos y detractores, pero la tarea informativa no puede morir.
En ninguna democracia del mundo hay tiempos oficiales y suprimirlos en México no es un asunto menor. No es en realidad un apoyo económico a los medios de comunicación porque la ley determina la cantidad de minutos por hora que pueden comercializar, pero sí abre mucho más la posibilidad de que las audiencias no pierdan interés en sus programas favoritos al no tener que disfrutarlos entre tantos anuncios sin fondo que ya evitan como un fastidio. Subir el rating y apostar por México hará que las empresas inviertan en verdadera publicidad en los medios.
La reforma electoral de 2007, impulsada en el gobierno de Felipe Calderón, condenó a la radio y la TV a transmitir montones de anuncios propagandísticos de los partidos políticos. Espacios por los que no pagan, a pesar de que reciben prerrogativas millonarias, con el negocio adicional de producciones mal hechas con las que justificaban gastos excesivos por millones con facturas desproporcionadas. En siete meses del proceso electoral federal más reciente, la radio y la televisión tuvieron que transmitir 59 millones 731 mil 200 de esos mensajes.
En épocas no electorales, esos espacios han sido usados en el lucimiento personal del gobernante en turno y las obras de su administración como si fuesen producto de su magnificencia y generosidad o en la promoción de programas sociales que terminaban siendo instrumentos de clientelismo político. Sí, el replanteamiento de la relación entre los medios y el poder es una realidad y pasa por desterrar las prácticas autoritarias, confiscatorias y anacrónicas.
Mención aparte el trabajo de la secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, quien puso el dedo en la llaga de la opacidad y corrupción de los fideicomisos públicos sin estructura orgánica, instrumentos que, mal enfocados, representan fugas incesantes de recursos que tanto necesitamos.