Creada en 1983 con el objetivo explícito de coordinar las políticas de control interno, evaluar la gestión gubernamental para inspeccionar el uso del gasto público y vigilar el desempeño de los funcionarios del Estado colaborando con la Auditoría Superior de la Federación y el Comité del Sistema Nacional Anticorrupción, la Secretaría de la Función Pública ha dado muestras suficientes de que representa un elefante blanco de la administración pública y que padece de una grave disfuncionalidad que la hace absolutamente ineficaz para los tiempos actuales, donde los ciudadanos manifiestan continuamente su hastío contra la corrupción intelectual, sentimental, política, social y económica, toda vez que no todos se venden por dinero, sino que las motivaciones de quienes caen en la corrupción frecuentemente van más allá de lo económico. Así, la propia convicción, el odio o la venganza, pasando por intereses de cualquier orden, incluido el de favorecer a los familiares, corrompen a la persona.
Esta entidad burocrática se encuentra en una profunda deficiencia funcional como evidencia el caso del director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, quien a pesar de las muchas referencias de corrupción que son del dominio público, fue exonerado de cualquier sospecha de enriquecimiento ilícito a través de una “pulcra y profunda” investigación llevada a cabo por la titular de esa dependencia, Irma Eréndira Sandoval de Ackerman, quien señaló incluso: “haber levantado hasta las piedras” y no encontrar ninguno de los 25 inmuebles y 12 empresas que el funcionario omitió señalar en su declaración patrimonial (“Bartlett S.A de C.V.”, investigación de Arelí Quintero y Carlos Loret de Mola, 24 septiembre 2019), siendo el primer funcionario cercano de López Obrador que es investigado en esta administración.
Con esta polémica decisión se trata de relegar al olvido la cuestionada trayectoria de Bartlett, que va desde su paso por las Secretarías de Gobernación y de Educación Pública hasta el gobierno de Puebla y su rol como Senador de la República, con acusaciones de vínculos con el tráfico de armas y estupefacientes como muy bien documenta Anabel Hernández (Los Señores del Narco, Grijalbo, 2010), con el homicidio del periodista Manuel Buendía (The New York Times, 27 y 28 julio 1995), el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena (Proceso, 6 agosto 1995) o la caída del sistema de resultados durante las elecciones de julio de 1988 de las cuales fui testigo privilegiado.
Esto acontece justamente cuando el actual gobierno utiliza hasta la demagogia extrema su discurso anticorrupción y cuando la misma dependencia ha sido implacable contra otros funcionarios de sexenios anteriores, haciendo realidad el postulado típico de los regímenes autoritarios según el cual: “a los amigos, la gracia, a los enemigos, la ley a secas”. Ante la falta de respuestas adecuadas por parte de quienes tienen la obligación de perseguir las prácticas corruptas y no lo hacen, se presume la descomposición del sistema en su conjunto.
De esta manera, la corrupción política, de la mano de la económica, se traduce en la privatización del Estado, cobrando fuerza el concepto de patrimonialización de lo público en detrimento de la idea democrática de atención al ciudadano.
La credibilidad de una formación política debe radicar no sólo en la coherencia y el carácter democrático de sus ideas, sino también en la transparencia de sus recursos y la eficacia de su acción como reflejo de la honradez de sus dirigentes.