La historia evidencia que la evolución del hombre lo llevó de la vida individual a la convivencia colectiva; hasta alcanzar su máxima expresión con la creación de la organización social, política y jurídica, denominada Estado. Sin profundizar en los elementos, características o tipos de estado, lo que se torna incuestionable, es su función elemental y trascendente: garantizar a las personas, que habitan o transitan en su territorio, seguridad en su persona y bienes; investigar y sancionar eficazmente y con apego a la ley a quienes quebranten el orden jurídico, evitando que la violencia se convierta en factor predominante de la vida en sociedad.
Lo anterior, se ha vuelto una tarea monumental para los países –incluido México-, derivado de los procesos de globalización e internacionalización del delito en que se encuentran; por lo que la política legislativa penal ya no puede limitarse al combate de ilícitos de orden interno, sino que debe responder a factores que trascienden las fronteras nacionales y que son controlados por la delincuencia organizada transnacional.
Por ello, nuestro país -como muchos en Latinoamérica-, desde finales del siglo XX no ha escapado al movimiento de reformas legislativas, particularmente de naturaleza penal; a un intenso proceso de transformación del andamiaje normativo que ha buscado homologación con estándares internacionales con el objeto de reaccionar en contra de la delincuencia; pero que en gran medida, ha tenido como motivación el argumento de autoridad del poder político denominado razón de estado, que no ha generado sinergia entre la política criminal y la protección efectiva de los derechos y libertades de las personas, particularmente por lo que hace al derecho a la seguridad humana.
De ahí que la transformación de la cultura política que vivimos, puede darnos la posibilidad de perfeccionar la funcionalidad y consolidación de la legislación nacional, como un mecanismo de protección de bienes jurídicos fundamentales; sí creando leyes e instituciones, pero respondiendo -en la práctica- con eficiencia y contundencia privilegiando la prevención del delito, no solo centrando la tarea estatal en investigar, juzgar y sancionar a quienes son responsables de la comisión de los ilícitos; pues si bien esta función reactiva es indispensable, no debemos pasar por alto que, en su ejercicio, se han restringido desde la Constitución los derechos humanos de las personas, con la justificación de que solo así se puede contrarrestar el poder económico, el equipamiento y la organización delictiva.
En otras palabras, durante las últimas dos décadas, México ha apostado a la política criminal del derecho penal del enemigo, es decir, un derecho penal específico; uno que tiene como finalidad esencial combatir el narcotráfico, los delitos económicos y, en general, a quienes forman parte de la delincuencia organizada.
Muestra de ello se refleja en las reformas diversas a la Norma Básica Fundante mexicana, encaminadas al endurecimiento del estado para enfrentar y combatir el crimen organizado, reconociendo instituciones como el arraigo y la extinción de dominio; estableciendo la prisión preventiva oficiosa en los casos de delincuencia organizada, homicidio doloso, violación, secuestro, trata de personas, delitos cometidos con medios violentos como armas y explosivos; así como delitos graves que determine la ley en contra de la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad y de la salud; legitimando, además, el relajamiento de garantías procesales, que al tener origen en la propia Carta Magna, no pueden ser tildadas como inconstitucionales.
Es cierto, la comunidad internacional ha reconocido que la delincuencia ha superado las fronteras, menoscabando la calidad de vida de las personas, con efectos devastadores en los países en desarrollo; ocasionando el bajo rendimiento del actuar estatal, obstaculizando el combate a la pobreza, a la inseguridad y anulando el desarrollo. De ahí, que instrumentos internacionales como la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción, la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas, entre otros, de observancia obligatoria para México; establecen el compromiso de los estados para prevenir, combatir y sancionar la delincuencia organizada y los delitos perpetrados por la misma; pero también es cierto, que son puntuales al referir que la legislación doméstica debe ser cuidadosa de no afectar a terceros que nada tienen que ver con los delitos que sean perseguidos y castigados por la ley penal.
En suma, si bien la seguridad humana es responsabilidad de la sociedad y de las instituciones, no puede el Estado mexicano desentenderse de sus obligaciones; debe responder de forma preventiva, generando inteligencia y realizando la intervención mínima a la esfera de derechos de los gobernados, diferenciando el derecho penal ordinario del derecho penal del enemigo; “acercando la justicia y el respeto a los derechos humanos hacia una realidad de vida y no solo de práctica legislativa”.
Miguel Ángel Cruz Muciño.
Abogado egresado de la Universidad Anáhuac, México Norte; especialista en derechos humanos, derecho legislativo, y socio fundador de “Cruz Muciño y Asociados. Abogados”.
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