El presidente López Obrador (AMLO) en su auto-homenaje del primero de julio, con motivo de festejar un año del triunfo electoral, convocó a una magna concentración de seguidores en la explanada del Zócalo de la Ciudad de México, lugar del que se ha apropiado para celebrar cuanto mitin teje su mente que va desde instalar su cuartel general de operaciones en los bloqueos del 2012, como arengar a sus huestes a realizar las más atrevidas acciones políticas y recientemente patio de su nueva residencia.
Ahora, la invitación parecía ser más bien resultado de esa prisa que lo acompaña para dar cauce a la Cuarta Transformación, concepto acuñado desde la campaña electoral y del que todos los días hace acto de fe, pensando que de tanto repetirlo, por la vía de la inercia alcanzará los utópicos objetivos de conducir al país a una estadio de desarrollo del que él solo sabe dimensión y alcances.
La fraseología usada en la desesperante perorata de más de hora y media, fue un refrito de las alocuciones de campaña y de las alucinantes “mañaneras” con las que receta al pueblo una amarga medicina para recordar los tópicos relativos al combate a la corrupción, la impunidad y los pecados del neoliberalismo, al los que señala como origen de todos los males habidos; lo que por cierto no le falta razón, pero del los que ya es cómplice al promover políticas públicas que rayan en la más extrema ortodoxia del nefasto periodo PRIPAN (salinismo-zedillismo, foxismo, calderonismo y peñismo).
La novedad de la narrativa del pasado lunes, es la reiteración en el uso del vocablo DESMANTELAR, que como parte de su repertorio multifacético, ahora de lenguaje ingenieril, rescata para proyectar lo que será el centro de atención de su gestión en el plazo inmediato; mismo que se propone lograr en los próximos seis meses.
Pero lo cierto es que engaña con la verdad. Los doce meses de acción gubernamental -incluidos los de la transición- en dónde el presidente saliente abandonó el encargo dejando el terreno abierto para que la nueva gestión iniciará prematuramente sus proyectos aprovechando íntegramente el tsunami administrativo.
Como los buenos albañiles, su capacidad de desmontar lo construido es excepcional, con meridiana efectividad canceló proyectos como el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, sin importarle los elevados costos que en esa obra ya se había incurrido y que dejarán las finanzas públicas dañadas por largo tiempo. Pero también las nominas oficiales fueron objeto de una tala mayor que ha dejado descabezada a la de por si raquítica y burocrática fuerza laboral del sector público, ni que decir de la cancelación de licitaciones y compras que afectaron el suministro de gasolinas, medicinas y la operación de hospitales y centros de atención ciudadana como guarderías y los menguados recursos de programas sociales heredados, que ahora son reorientados en provecho de incondicionales seguidores.
El asunto del desmantelamiento no para ahí, la inversión privada también está colapsado ante el temor que provoca el discurso extremista que intimida a los empresarios para posponer hasta nuevas señales la urgente creación de puestos laborales que se han perdido en los últimos meses.
Mientras el desmantelamiento es una realidad sonante, los vacíos que se van dejando no se ocupan. Las nuevas formas para atender añejos problemas de pobreza e inseguridad no se traducen en hechos concretos: una guardia nacional que parece producto del doctor Frankenstain, un sistema de salud que no tiene ni pies ni cabeza y faraónicas obras que desde ya están condenadas al fracaso como el inviable aeropuerto de Santa Lucia, una refinería en la mitad de ninguna parte y un ferrocarril que ni Porfirio Díaz concibió.
En ese entorno, y deseoso de estar equivocados, algunos mexicanos optimistas siguen esperando que el desvariado entender de la problemática nacional se corrija y pronto, en un idealista escenario, se recomponga el proyecto de nación y se reprograme el proyecto de país.