Reducir los problemas públicos (previamente definidos como problemas) no es un ejercicio de buenos y malos, de blanco contra negro, sino de acercarse a lo que teóricos llaman la racionalidad de una propuesta, de sus costos, de sus beneficios.
Y estas políticas que intentan atender problemas públicos se evalúan por sus resultados y no por sus intenciones, aunque toda la propaganda institucional apoye una política, aunque el discurso oficial sea el mejor, habrá que evaluar bajo la luz de los alcances de las soluciones planteadas, si son o no adecuadas, si los problemas se están resolviendo, evaluados bajo los hechos, sin prejuicios.
La literatura, en su mayoría nos dicta claramente qué es un problema público o al menos cómo podemos ayudarnos a definirlo a diferenciarlo, y hasta la manera de atenderlo. Nos ayuda a entender la diferencia entre políticas horizontales (públicas) y verticales que se acercan más a decisiones autoritarias, que resultan ser impopulares, impuestas desde el poder. Estas políticas que no convencen a la sociedad, a los ciudadanos, generan ruido, pero dejan ver fallas de diseño, de implementación, de resultados, que terminan por no ser populares, sin apoyo, ese es su destino y no hay fuerza, personalidad, discurso, que pueda evitar que sea capturada por la ineficiencia, la indolencia, el desprestigio.
Ese riesgo corren los gobiernos que quieren basar la toma de decisiones en función de la popularidad, cierto, siempre suma esta, pero no puede ser determinante para que los problemas públicos sean atendidos con eficiencia automática. Se aplaude que se pretendan modificar rutinas, reglas, procesos, vicios y prácticas en la vida pública, pero si esto no se acompaña de pesos y contrapesos se cae en el riesgo de gatopardismo, de concentración del poder y desgaste de este.
Esto implica varios riesgos, primero que la acción u omisión de los gobiernos provoquen más perdedores que ganadores, que no exista o se extienda la curva de aprendizaje de cualquier gobierno donde no exista capacidad de diferenciar los fracasos, que se minimice el riesgo, que se evite hablar de deficiencias, que no se asuman desaciertos, que no se escuche, que se aísle al que toma decisiones y no se le permita ver, en una sana evaluación de sus políticas sus resultados, llevándolos inevitablemente al fracaso. Ese es el riesgo que se corre cuando hablamos de definir a los problemas públicos, que no haya congruencia entre la política y el problema y que lleven a sus líderes al inmediato fracaso, al desgaste y perdida de legitimidad. Esto ni es nuevo ni tampoco se trata de fatalismo, son consecuencias debido a la incapacidad de ver que no definir un problema público evidente, de no atenderlo, fácilmente se revierte en quien debió tomar la decisión, porque para eso también se les elige a los representantes, para tomar decisiones lo más cercanas a los problemas públicos y dejar de ver a la arena de lo público con fines electorales.
Luis David Fernández Araya
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