La atención pública se ha centrado en la discusión sobre los alcances y efectos de la austeridad “republicana” que ha impuesto el presidente López Obrador, misma que ofreció como eje central en la campaña electoral, y exigencia reiterativa en el combate al hedonista neoliberalismo.
El tema se ha agudizado ante la noticia de que muchas actividades del gobierno están colapsando por falta de asignación de recursos. Desde los primeros días del gobierno, la crisis de desabasto de combustibles fue una alerta sobre los perniciosos efectos de la exageración en las medidas de ahorro que se autoimponían al cancelar de tajo las importaciones estacionales de gasolinas, y producir con ello una costosa parálisis en la movilidad de las principales ciudades del país.
En otros capítulos, como la adquisición de los libros de texto, el suministro de medicinas, la operación de hospitales, el combate a los incendios, el draconiano recorte de las nóminas oficiales, la prohibición de viajes al extranjero, el desmantelamiento del Estado Mayor Presidencial, el tope en los salarios de la burocracia y otras acciones, que sin mayor análisis costo-beneficio social, instrumenta la Secretaría de Hacienda con el respaldo -o instrucción- presidencial, contrastadas con los fondos que se destinan a quiméricos proyectos como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto de Santa Lucia, que no están siquiera sustentados en estudios de vialidad técnica, ecológica y financiera.
Es ocioso discutir si la austeridad es en sí misma buena o mala. Sin necesidad de recurrir a consideraciones académicas y morales, es indudable que esa conducta es fundamental para aprovechar racionalmente los recursos disponibles. Es principio económico fundamental aprovechar al máximo los recursos disponibles. En otro extremo habita la manera dispendiosa y principesca de apropiarse indebidamente de los bienes sociales en beneficio de pocos afortunados de las circunstancias o resultado de comportamientos inapropiados y, en su caso, criminales como los incurridos por la mafia peñista.
Pero llevada al extremo en su aplicación, la austeridad se convierte en suicidio por inanición. Es dejar de obtener lo básico en aras de un sacrificio injustificable. Es correcto el apotegma de “primero los pobres”, pero si en ellos descansa el peso de la reducción se vive en el absurdo. Y, de hecho, eso es lo que está sucediendo a partir de la toma demagógica de decisiones que a rajatabla se imponen desde la cúpula del poder.
El asunto ha provocado una crisis de gobierno en el que un funcionario del más alto nivel jerárquico, hizo pública una razonada renuncia que ha dejado pasmada a la ciudadanía, y exhibida el área de gobierno (con nombre y apellido), que disciplinadamente y sin el menor remordimiento impone medidas draconianas de recorte presupuestal.
Sin embargo, parten de un análisis equivocado, es el de quien quiere apagar el fuego con gasolina. Se ve el efecto pero no la causa, y ese error de óptica y entendimiento es producto de la novatez, la ignorancia y, en el peor de los casos, de una soberbia irresponsable. Se olvida que en la técnica ortodoxa del ejercicio del gasto público, no es el presupuesto el primer escalón para construir las políticas de gobierno, sino la programación, es decir, saber que se busca obtener para entonces distribuir los recursos en función de prioridades y disponibilidades.
No es así como se está actuando. La cara dura de la Oficial Mayor de la Secretaría de Hacienda, de apellido Buenrostro, goza de la absoluta confianza del Presidente para imponer, sin reparo, medidas draconianas y rasura con implacable serrucho partidas en todos los sectores del gobierno. No importa si en el camino deja al descubierto y en peligro la salud de millones de mexicanos. La frase de Margaret Thatcher es una premonición (“…el socialismo fracasa cuando se les acaba el dinero de los demás…”). Allá ellos y su conciencia, que el pueblo se los va a demandar tarde o temprano; seguro.