La primera vez que sentí la fuerza de la poesía en mi persona fue al leer un poema del colombiano Julio Flórez (1867-1923) titulado “Reto”, en cuyas líneas descubrí una apasionada defensa del amor propio y por otra persona, trasunto de mi hambrienta y tímida adolescencia.
Tenía 12 años. Una velada frontera de preguntas me impedía ver con claridad la realidad. En el poema descubrí la métrica, la rima, y el arrebato de quien se desgañita sin gritar, pero defiende con energía su incomprendido amor. Hubo palabras que no entendí: ilota, extático, pero que encontré en el diccionario; hubo expresiones exageradas (“si a la lucha me provocas, dispuesto estoy a luchar”) de cierta sinrazón, e incluso violencia implícita (“yo también te haré llorar”) que entonces no juzgué denigrantes.
Sé de memoria ese poema, pero hoy no puedo repetirlo: los tiempos no lo permiten. Sin embargo, fue esa primera impresión el motor para escribir mis primeros poemas y para interesarme más en la poesía. ¡Qué me importaba si era colombiano o mexicano el autor! Había una segunda naturaleza sustancial: era mi lengua materna, dura y enérgica, la que encontraba en esos versos.
Sobrevino un conjunto de lecturas insomnes: Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón y Carlos Pellicer. Ah, Pellicer: con él descubrí el color de nuestra realidad, el aroma de nuestras plantas, la capacidad de la lengua para entender la naturaleza expansiva que crece alrededor. Esto puede comprenderse mejor si yo repito: “Hay azules que se caen de morados”. ¡Eureka! Y supe algo más: Dios puede ser un motivo literario, aunque al final ya no sea un dios único, encuadrado en el dogma de una religión; el dios de la poesía estaba en todas las palabras y en el receptor que comprende un poema, y que leer es comprender, ser otro después de esa lectura, mejor y más fuerte.
Luego vinieron más poetas de mi patria: Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, Efraín Huerta, Alí Chumacero, Elías Nandino, Renato Leduc, Octavio Paz, más una cauda de poetas más jóvenes, entre ellos José Carlos Becerra, a quien adoré junto a quien hoy es mi esposa; casi diría que nuestro amor creció al amparo de este gran poeta de Tabasco, muerto a los 33 años en Brindisi, Italia. Todo esto fue cobrando un sentido profundo cuando conocí a otros poetas, algunos de los cuales conocieron a José Carlos, convivieron con el dulce Efraín, o descendían de ellos literariamente.
Algo de la felicidad de leer se refleja en la conversación sobre lo que nos apasiona encontrar en los libros. Esa flama es el principio de la poesía. Un verso nos subyuga el corazón y nos revela: “Me llamo barro aunque Miguel me llame”, escribió el español Miguel Hernández. Y yo soy por una vez Miguel y Leopoldo Lugones y Ramón López Velarde y David Huerta y José Lezama Lima y Ernesto Cardenal y Jorge Luis Borges y Vicente Aleixandre y Luis Cernuda y Pedro Salinas y Federico García Lorca y Rubén Darío y Pablo Neruda y Mario Benedetti y Jaime Sabines y Raúl Zurita y Antonio Cisneros y Juana Inés de la Cruz y Carlos Pellicer otra vez: “No tengo tiempo de mirar las cosas/como yo lo deseo./Se me escurren sobre la mirada,/y todo lo que veo/son esquinas profundas rotuladas con radio,/donde leo la ciudad para no perder tiempo.”
Ese canto resuena en los oídos con mayor fuerza. Es el canto de nuestra propia poesía reelaborada sobre todo lo que hemos leído. Es el eco de una sola voz buscando su cauce en la voz de todos.
Fotografía: Julio Flórez. Fuente: Wikipedia