EL TELÉFONO

LATITUD MEGALÓPOLIS 

Por: 

En el viejo reloj del estanquillo del barrio, suena a las doce de la noche. Un ratón pasa veloz por el mostrador y se esconde presto entre los paquetes de café. El gato, echado sobre el banco, levanta la cabeza presintiendo la presa; sin hacer el menor ruido, se desliza con suavidad enarcando el lomo; luego, se detiene, junta las cuatro patas, y espera, espera…

 

Esta escena es presenciada hasta su dramática culminación, por el teléfono, que, colgado en oscuro rincón, lleva sobre su cabeza el terrible “Conferencia, 20 centavos”, como “inri” de crucificado.

 

El teléfono, como buen conocedor de la vida, es un ser triste, un neurasténico insomne que analiza la existencia descanso. Soló al principio fue dichoso, cuando era nuevo y la superficie de su brillante barniz no había sido opacada por el constante manoseo de la gente. Entonces, hasta “jugaba al balero” con la bocina y su gancho. Ahora, le parecía aquello imposible, estaba viejo, y las ruedas de su timbre eran sus anteojos de présbita . Lo único que lo distraía a veces, era rumiar  los sucesos cotidianos, para no sentir en su espíritu la nostalgia de los “ring rines”, en el momento mudo de la noche. Por ello, recordaba el montón de los dedos que le cosquillearon el ombligo en la búsqueda de los números.

 

Aún le zumbaban los oídos por los gritos ásperos y brutales del mentecato que insultaba a su madre todas las tardes un miserable que al hablar lo confundía con escupidora. ¡Triste destino tener que soportar el hedor de sus dientes podridos!

 

Luego, se consolaba pensando en la niña pálida que par alcanzar se subía a una silla, y delicadamente, como si se temiera romperlo entre sus manecitas finas, lo utilizaba para comunicarse el papá lejano que se olvidaba de ella y de su manita enferma.