DESDE LA SOLEDAD

Latitud Megalópolis

Por: 

En cuanto lo supe, corrí. No había nada más que hacer que acelerar el paso, alejarme lo más rápido que pudiera de ahí, evitar esa compañía, pero la inercia de la vida ya había trazado mi camino, signando con sangre mi destino. 

Sólo recuerdo una banca en medio de aquel parque; la vegetación marchitándose, muriendo; la oscuridad haciendo a un lado todo; y la soledad acompañándome sin decir ni una sola palabra, observando con su atenta mirada. 

Aquella soledad no era cualquiera, era mi soledad e invariablemente, por más que me había esforzado en evitarla, en huir de ella desde las primeras de cambio, ahí estaba de nueva cuenta conmigo; y pese a que el mundo hubiera incrustado malas referencias de las soledades, la mía en ese momento no se veía tan terrible como lo habían pronosticado. 

Aquella soledad crecía dependiendo de qué le diera de comer, si la alimentaba con lágrimas o sonrisas. Lo cierto es que, de aquella no emanaba un vulgar frío, de esos que te tumban al piso, sino uno que me recordaba su compañía; no era un dolor punzante lo que causaba en mi pecho, sino una melancolía que transitaba ambivalente entre pérdidas y reencuentros, memorias del pasado que no volverán. 

El reto de escribir acerca de la soledad, es toparse consigo mismo; encontrarnos aislados y ver todo lo que hemos dejado pendiente desde hace tiempo; aquellas lágrimas que no hemos podido soltar, acumuladas con cada pérdida; aquellas historias que siguen golpeándonos con fuerza cada que les mostramos el rostro. 

Lo que en verdad aterra, es darnos cuenta que nuestra soledad sabe más de nosotros, que nosotros mismos. 

No sé precisamente de dónde vino la idea que vincula a la soledad con la tristeza, pero ha regido nuestras vidas por más tiempo del que debimos permitirle. Sigue marcando nuestros pasos, presionándonos con fuerza contra la pared; exigiéndonos buscar una salida, empujándonos a correr, huir a toda prisa de aquella soledad que no es cualquiera, sino nuestra, de nadie más. 

Voces temerosas han acusado desde hace tiempo a la soledad de ser fría, por tornarse violenta; por gustarle los lugares oscuros, los páramos turbios, aguas profundas y arenas movedizas. Le han señalado por su aparente maldad, por su tendencia a sumirnos en lugares incómodos, por obligarnos en ocasiones a enfrentarnos a nosotros mismos y nuestros miedos. 

SIEMPRE LLEGA 

Por más que nos esforcemos por correr, escapar a toda prisa, al tiempo -en ocasiones más temprano que tarde-, volvemos a estar solos con nosotros mismos, aislados del mundo, en aquella banca de aquel parque, sin nadie con quien hablar; nadie a quien decirle lo que sentimos, aquello que nos duele todavía. Al tiempo, retornamos a ese lugar, por lo que huir se convierte en una causa perdida. 

Terminamos hablando desde la soledad, viéndonos a nosotros mismos; luchando por reconocernos, por aceptar quiénes somos y lo que sentimos. Cuando lo logramos, cuando nos damos el tiempo de conocer nuestra soledad, aceptarla, el miedo empieza a dispersarse y nuestra vida toma un nuevo respiro.  

No tendría por qué ligarse la soledad a la tristeza, si la mayoría del tiempo, en la mayoría de las circunstancias nos encontramos solos. Nuestra soledad y nosotros presentamos las mismas cicatrices, las mismas heridas de guerra que han marcado nuestros días; presentamos las mismas filias y fobias; los mismos sabores nos motiva. 

Si escuchamos con atención, sabremos que hemos vivido las mismas historias y esa identidad que compartimos debería arrebatarnos el miedo a estar solos, el terror infundado de acompañarnos a nosotros mismos, de escucharnos a nosotros mismos. Si observamos con cuidado, sabremos que aquel anhelo de escape, es una ilusión más que hemos comprado a un muy alto precio.