Con las infancias no

Desde la 52 Asamblea General de la Organización de Estados Americanos:

 

“La Bangkok latinoamericana”. Así es como decenas de investigadores del delito de trata de personas llaman a México. Su referencia a nuestro país es todo menos un halago: no comparan nuestros destinos turísticos y cultura con la belleza de las playas de Tailandia ni a su maravillosa gastronomía, sino a un deshonroso cáncer común: la elevada prevalencia, aquí y en esa nación del Sudeste Asiático, de pornografía infantil y explotación sexual comercial contra menores de edad.

Sobre Tailandia, por ejemplo, hay estudios de la Organización Internacional del Trabajo que calculan que hasta el 12% de su Producto Interno Bruto estaría ligado al turismo sexual de millones de visitantes anuales; en México, la situación podría ser peor, ahora que la National Center for Missign and Exploited Children calculó que somos el país número uno en el mundo en emisión de pornografía infantil, un dato ratificado el año pasado por el propio Senado de la República.

Los números sugieren un drama que sucede en todo el país, pero que parece imposible de ver. La pandemia multiplica a las víctimas y también dificulta su rescate. Muchas personas, abrumadas por esta descomposición, se preguntan cómo llegamos a este escenario.

Yo sostengo que esta es la expresión más dramática de un acto que todos, especialmente los adultos, hemos tolerado durante mucho tiempo: el acoso infantil. Y al normalizar el acoso, el ciberacoso y las humillaciones, en espacios físicos o virtuales, deshumanizamos a las infancias hasta convertirlas en víctimas de los actos más atroces.

El caso más emblemático de los últimos años es el hijo menor del presidente Andrés Manuel López Obrador. Jesús Ernesto, hoy de 15 años, es un blanco recurrente de adultos violentos que muchas veces desde el anonimato son incapaces de expresar su desacuerdo con esta administración sin dar golpes bajos e injustos contra un adolescente que nada tiene que ver con el gobierno ni sus instituciones.

El odio contra Jesús Ernesto es cobarde, injusto y desmedido. Y, usualmente, quienes lo atacan lo hacen aludiendo a su cuerpo, lo cual me parece aún más inquietante: un hombre o mujer mayor de edad obsesionado desde las sombras con el físico de un adolescente es siempre una bomba de tiempo esperando a explotar.

Respetar a niñas y niños —especialmente su cuerpo— es un paso esencial para bajar a México de ese vergonzoso primer lugar de emisión de pornografía infantil. Pero hay que hacerlo desde el origen: desde las primeras acciones que ofenden a menores de edad y que manifiestan sus primeros pasos en el acoso escolar o cibernético.

El clamor en redes sociales de #ConMisHijosNoTeMetas  no sólo es una bandera para mantener lejos a las infancias de las disputas de los adultos, sino que también es el punto de partida para construir una sociedad que cuide a sus niños.

Un país al que nunca más se refieran como “la Bangkok latinoamericana”.